Una de las primeras ideas discutidas en los albores de la ecología fue aquella de la aparente regularidad en la geografía de la naturaleza. Cada región se caracteriza por una composición particular de especies y para un observador que se desplaza, latitudinal o altitudinalmente, es posible detectar el reemplazo paulatino de unas especies por otras.
Las zonas de vida, los pisos altitudinales y los biomas, son conceptos que se basan en esa predictibilidad de la distribución de los seres vivos y, con frecuencia, nos producen la ilusión de que cada especie ocupa el hábitat que le es óptimo. Pero muchas veces esta afirmación es quizá un tanto exagerada: en realidad, todas están en el lugar al que han conseguido llegar y en el que han podido mantener sus poblaciones.
Cuando un individuo de cualquier especie se establece en un sitio, lo hace gracias a que las variables ambientales de este corresponden a sus márgenes de tolerancia fisiológica, es decir, a sus requerimientos básicos para subsistir. De no cambiar esas circunstancias, incluso podría llegar a reproducirse y es de esperarse que algunos de sus descendientes también consigan habitar en su vecindad.
La inmensa mayoría de los microbios, hongos, plantas y animales de cualquier lugar están allí desde su nacimiento, pero muchos otros consiguieron arribar en algún momento de su desarrollo. Muchas especies tienen mecanismos que ayudan a su dispersión, lo cual les permite rastrear un entorno cambiante y, eventualmente, colonizar nuevos espacios.
Sin embargo, la capacidad de expansión geográfica de los seres vivos tiene sus límites. Por una parte, existen barreras físicas infranqueables. Los vastos espacios acuáticos detienen a muchas especies terrestres, los desiertos impiden el paso de aquellas propias de ambientes húmedos, y los animales y plantas acuáticos con frecuencia no logran atravesar franjas de tierra que encuentran en sus vías de dispersión.
También puede darse el caso de que los organismos que se desplazan o sus propágulos (semillas, plántulas, larvas) alcancen sitios muy hostiles, que retardan su normal desarrollo, impiden su reproducción, o están ocupados por otros seres mucho más eficientes que ellos en aprovechar los recursos que les son críticos. Así hayan logrado sobrevivir a la travesía, su establecimiento no es posible.
A veces una población que se expande consigue afincarse en espacios muy distantes a su lugar de origen, después de atravesar enormes obstáculos, gracias al evento fortuito de encontrar un hábitat acogedor para el cual sus atributos físicos y sus estrategias de vida son idóneos. La historia natural es un conjunto de procesos en gran medida estocásticos y estas invasiones no son otra cosa que casos fortuitos en los que una población se ha ganado la lotería, por así decirlo.
Un ejemplo famoso de este tipo de golpes de fortuna es el de la ocupación de las Américas por la garza del ganado (Bubulcus ibis), oriunda de África. Durante el primer tercio del siglo pasado algún pequeño grupo de estas aves cruzó el océano Atlántico, quizá arrastrado por un vendaval. Luego de establecerse con éxito en la franja litoral de las Guayanas y del Brasil, en menos de cincuenta años ya tenía poblaciones establecidas a lo largo y ancho del nuevo mundo.
Pero estos eventos de suerte no solamente pueden ocurrir espontáneamente: a veces son mediados por un agente externo. Por esa razón, dentro de la colección de seres que pueblan muchas áreas, además de los nativos y de quienes llegaron como exploradores en su proceso natural de expansión, otros vinieron como invitados e incluso algunos lo hicieron como polizones.
A lo largo de la historia los humanos hemos transportado animales y plantas que consideramos útiles. Después de domesticar a los antepasados de los perros, los grupos de cazadores y recolectores viajaron grandes distancias acompañados por ellos, pues eran valiosos aliados en la consecución de su alimento y en la defensa de sus hordas. Y una vez descubierta la horticultura, las primeras sociedades que ensayaron esa forma de vida iniciaron la traslocación de distintas plantas y desencadenaron un proceso de cambio en la composición de las comunidades ecológicas que continúa hasta hoy.
De esta forma, innumerables especies han ampliado su distribución hasta regiones a las que jamás hubieran conseguido arribar por sus propios medios. Plantas tan familiares para los colombianos como el café, la caña de azúcar, el mango y las distintas especies de cítricos fueron invitadas de otras latitudes por el valor que tienen para nosotros. Como también lo fueron las vacas, los caballos, los cerdos, las cabras, las ovejas, los gatos y las gallinas traídos a América a partir de la conquista española.
Por último, un buen número de plantas y animales (y muy seguramente hongos y microbios) han llegado “colados” a muchos de los lugares que habitan actualmente. Las bodegas de los barcos y de los aviones, los contenedores y las mercaderías mismas son fácilmente invadidos por distintos polizones que así consiguen viajar a destinos insospechados. Y al igual que los invitados de honor, muchos encuentran condiciones ideales para prosperar y a veces alteran de manera irreversible procesos ecológicos en las tierras adoptivas. Las ratas (Rattus rattus y R. norvegicus) y algunas cucarachas (Blatta orientalis y Periplaneta americana) consiguieron llegar al continente americano a bordo de las naves de la conquista europea, para convertirse con el tiempo en plagas.
Al dejar atrás sus enemigos y competidores naturales, las especies invasoras aceleran su proceso de expansión, lo que puede llegar a ser desastroso para los antiguos habitantes del área colonizada. Como sucedió con el retamo espinoso (Ulex europaeus) en el altiplano cundiboyacense, con la rana toro (Lithobates catesbeyianus) en la cuenca Magdalena – Cauca y con el pez león (Pterois volitans) en los arrecifes coralinos del Caribe. Todos ellos fueron introducidos de manera intencional, pero por distintas razones escaparon del control de los humanos y, al hacerlo, ampliaron su distribución rápidamente hasta convertirse en una de las más graves amenazas para la biodiversidad en esas regiones.
Los ensambles de seres vivos que podemos reconocer en un área cualquiera son entonces imágenes instantáneas de un collage que se modifica a través del tiempo a medida que los organismos – sean estos exploradores, invitados o polizones – miden sus fuerzas y establecen las reglas de juego que regirán por un tiempo su coexistencia. Somos habitantes de un mundo en permanente cambio y tanto la composición como la estructura de los ecosistemas son tan predecibles en el largo plazo como apenas pueden serlo los conjuntos que resultan de procesos contingentes.
Muy buen artículo, agradable y claro, me recordó tus clases en la MDSSA….
Elcy! Siempre recuerdo aquellas clases de la maestría en el IMCA de Buga… Lo que pretendo hacer en este blog, de alguna manera es la continuación de mi quehacer docente: vivir del cuento!