Es el conticinio y la luz de la luna llena entra a raudales por la claraboya del cuarto de baño. No se escucha nada distinto al rumor del viento que sacude el follaje de los árboles que rodean la casa y que dibuja en las paredes figuras caprichosas con su sombra.
Todavía faltan un par de horas para el amanecer y me es difícil conciliar el sueño. En medio de ese duermevela percibo cuando el canto del bienparado se mezcla con el silbido trémulo de una chorola. Después de un rato, los primeros gallos despiertan a las guacharacas y su matraqueo empieza a subir desde el fondo de la cañada antes de atronar el vecindario.
Algunas vocalizaciones participan siempre en el coro que acompaña la salida del sol en estos rastrojos. El arrullo de las moradas, el chirrido de los canarios criollos, el silbido de los atrapamoscas piratas y otra media docena de trinos elementales se entretejen y forman un telón sonoro contra el cual resaltan las voces melodiosas de cucaracheros, mayos y turpiales.
El aroma del café recién colado invade la cocina mientras trato de identificar cada uno de los elementos que se añaden al paisaje sonoro. Salgo a la terraza y el frío de las baldosas, aún mojadas por la llovizna de la noche, disipa los últimos rezagos del sueño. Con las primeras luces del alba hago un vano intento de inventariar los distintos tonos de verde en la vegetación cercana.
Un guatín que pasa presuroso y desconfiado frente a la ventana del comedor me obliga a retardar el momento de asumir las tareas del día, pero el ruido de una guadaña en un lote vecino rompe mi ensueño. Una fecha más del calendario se abre en la agenda cuando los pericos chocoleros hacen su primer vuelo rasante sobre el dosel de la caoba.
A partir de esas primeras rutinas domésticas, el tiempo está marcado por eventos más sutiles. Clementina, la gata dueña de casa y Gorrito, el gato malandrín que ahora habita la terraza, se revuelcan en los retazos de luz que pinta el sol sobre el piso de ladrillos. Su despertar de la siesta del desayuno indica que está cerca el final de la mañana.
De nuevo el silencio. La actividad de las aves disminuye poco a poco con el calor del mediodía. Las abejas euglosinas resplandecen bajo el sol y las mariposas se afanan alrededor de las lantanas. El distante rumor del tráfico vehicular de la hora pico nos recuerda que allá abajo se mantiene el ritmo frenético de la vida urbana.
Comparadas con las de la mañana, las primeras horas de la tarde son bastante quietas. De vez en cuando pasa un grupo de loras chejas sobre el tejado. Los siriríes, las sueldas crestinegras y el bichofué vocalizan a intervalos irregulares. Me esfuerzo por mantener la concentración para escribir, pero me distrae la clave morse de un carpinterito que picotea las ramas del aguacatillo. Al levantar la vista para buscarlo, descubro una pareja de tangaras reales que escarban entre los manojos de hojas secas que quedaron en el árbol después de la última muda de follaje.
La estela de un avión pinta una diagonal blanca en el azul del cielo y la actividad en torno a la casa parece reanudarse. Estridulan las chicharras y, como todos los días a esta hora, una bandada mixta que forrajea recorre el jardín. Su composición no es siempre la misma, pero es rara la tarde en la que las asomas y los malcasados no lideran el recorrido. Una ardilla las observa desde una rama. En la montaña retumba el primer trueno de la tormenta vespertina.
De repente el cielo se cubre de grandes cúmulos grisáceos. La oscuridad prematura engaña a los murciélagos insectívoros que duermen colgados de los aleros y su revoloteo se confunde con el de los pájaros que empiezan a buscar refugio para capotear el vendaval que sacude el follaje de los árboles. Todo parece indicar que esta vez las nubes pasarán de largo hacia el valle.
El ladrido de los perros que saludan el regreso de los vecinos a sus hogares señala el final de la jornada. El aire está lleno del perfume de las flores de los cadmios. Una que otra luciérnaga emite sus señales de luz fría al atravesar el jardín en el que ha empezado a silbar el bujío. Los geckos ya salieron de sus escondrijos para patrullar los anjeos de las ventanas en busca de polillas. A lo lejos, los sapos croan en la orilla de la quebrada.
Los gatos emprenden sus misteriosos rituales nocturnos cuando nosotros empezamos a recogernos para dar comienzo a la lectura compartida. Al apagar la luz, el ulular de un búho acompaña el estridular de una infinidad de insectos diferentes. Cierro los ojos para recapitular mis percepciones del paso de las horas y termino por sumergirme en el sueño, asombrado por la certeza de saber que este recuento incompleto es tan distinto del que hice ayer como del que armaré mañana.
Que bonita descripción de un día conectado con la naturaleza de su entorno. Una descripción que lo deja a uno llevar por momentos tranquilos del día.
Gracias, Germán.
Página magistral que vale como modelo, para que los que vivimos en el mismo entorno, intentemos escribir nuestro propio diario- semanario, o mensuario pircalense. Espero que la calidad poética de tu prosa, no nos intimide en intentarlo. Gracias y saludos a los tuyos, Bernardo
Maestro: si esos párrafos sueltos consiguen que mis vecinos se acerquen aun más al maravilloso entorno que compartimos, eso sería maravilloso. Gracias por tu comentario.
Página magistral que vale como modelo, para que los que vivimos en el mismo entorno, intentemos escribir nuestro propio diario- semanario, o mensuario pircalense. Espero que la calidad poética de tu prosa, no nos intimide en intentarlo. Gracias y saludos a los tuyos, Bernardo
Es una narración que reúne la sencillez del despertar del día, con los inumerables sonidos que entre el viento deja la fauna en todas sus versiones. Es agradable saber que hay quien “saborea” cada trino o canto y lo ubica en el contexto, eso no lo hace todo el mundo.
Gracias, Ricky por tu comentario. Me estimula a seguir en el intento cotidiano de mantenerme en sintonía con el lugar que habito.
Al leer me transporto al lugar y luego sentir cada aspecto que se menciona. Gracias x esa lectura, me hace anhelar un día así y olvidarme de que hago parte de ritmo frenético de la vida urbana.
Alex, en cualquier lugar del mundo cada instante está lleno de distintas sensaciones que normalmente pasamos por alto. Estar en un espacio urbano, inmerso en su frenesí, no debería limitar nuestro acceso a todas esas manifestaciones de vida a nuestro alrededor.
Qué bella forma de “ver”
🤗
Vaya presencia consciente del entorno. Poético
Esa es la idea, Tanchito. Desde siempre.
Me transporte a la finca de mis padres, cerca de Manizales, con tu completa y bella descripción, gracias por compartirla.
Te mando un cálido abrazo.
Un abrazo para ti también!
Excelente relato, sencillo y a la vez tan profundo en la vivencia diaria en armonía con la naturaleza. Me encantó, además porque también tengo la fortuna de vivirlo, así, tal cual lo describes. Gracias por estos momentos.
🤗