“De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. (…) El libro es una extensión de la memoria, de la imaginación”.
Jorge Luis Borges
Cuando Pubenza Botero se entregaba a la lectura todas sus obligaciones, incluso las más apremiantes, pasaban a un segundo plano. En más de una ocasión los plátanos que había puesto a asar en el rescoldo del fogón terminaron carbonizados pues las peripecias del Conde de Montecristo, de Jean Valjean o cualquier otro personaje de las novelas de Víctor Hugo o de Alejandro Dumas le hicieron olvidar que debía estar atenta a la preparación del almuerzo. Según sus propios relatos, la crianza de los hijos y la economía de su hogar fueron cosas de milagro pues ella prestó siempre mucha más atención al mundo ficticio de los libros que a su vida de ama de casa campesina en la frontera de la colonización antioqueña en las montañas del viejo Caldas.

Este apunte autobiográfico, obviamente hiperbólico, es apenas una muestra de lo poco en serio que se tomaba a sí misma. Sacar adelante a los cuatro hijos del primer matrimonio de su esposo y a los otros cuatro que tuvo con él solo se explica gracias a su amoroso cuidado. No obstante, aun en medio de las más difíciles condiciones, siempre supo encontrar el lado risueño de todas las cosas y por eso su sabrosa charla, salpicada de agudos comentarios y originales metáforas derivadas de su insaciable voracidad literaria, fue siempre valorada por sus familiares y vecinos.
Al parecer, la capacidad histriónica de Pubenza era cuestión de familia. Sus hermanos Temístocles y Alcibíades formaban parte de un pequeño ensamble teatral y por las noches, agotados tras las duras labores del campo, encontraban tiempo para leer a Sófocles a la luz de una palmatoria y repasar los libretos de las obras de Don Francisco Camprodón que llevarían a escena los fines de semana. En aquel entonces Marsella era apenas un puñado de casas de bahareque alrededor de un parque dominado por una iglesia y para la comunidad de colonos, ocupados en la tarea de “descuajar montaña” para abrir paso a la economía cafetera en la región, esas veladas teatrales eran quizá la única oportunidad de acceso a la cultura.
Pubenza era mi abuela materna. Cuando sus hijos se dispersaron solía viajar en buses intermunicipales para visitar por turnos a cada uno de ellos y llenar la imaginación de todos sus nietos con sus cuentos maravillosos. De sus labios conocimos mis hermanas y yo, al igual que nuestros primos, versiones paisas de cuentos de hadas intercaladas con historias de seres comunes y corrientes de aquel pueblo que, gracias a su magia narrativa, se convertían en personajes de leyenda. Aún hoy, tantos años después de su muerte, algunas de sus expresiones forman parte de nuestra manera de hablar y los protagonistas de sus historias todavía aparecen de vez en cuando en las conversaciones familiares.
Tal vez por haber crecido con la imagen de esta abuela viajera e irreverente jamás me pregunté si vivir enfrascado en los libros podía ser motivo de escarnio o exclusión. El matoneo frecuente del que fui víctima en el colegio lo asocié siempre a mi nula afición a los deportes y al hecho de ser bastante llorón, pero nunca se me ocurrió pensar que parte del rechazo de algunos de mis compañeros se debía a la incomodidad que producimos los lectores en una sociedad tan poco amiga de la literatura como la nuestra. Tuve así una infancia feliz, en la que muchos de mis juegos estuvieron inspirados precisamente en las páginas que atrapaban mi atención. Atravesé luego una adolescencia solitaria apoyado en la compañía silenciosa de los libros y en ese ensimismamiento tampoco percibí nada que me hiciera sospechar que ya formaba parte de un grupo marginal. El mismo en el que habría de militar gozoso durante décadas y que reforzó la pasión por la palabra escrita y la insaciable avidez por acceder a mundos infinitos a través de ella.

En una época en la que la rebeldía contra todo lo establecido me hacía vacilar a veces en mi empeño por convertirme en científico cuando el pensum académico de Biología Marina en el que estaba inscrito no me satisfacía por completo, los libros fueron de nuevo mi principal refugio hasta el momento afortunado en el que encontré dos personajes que, al reafirmar mi vocación de lector empedernido, acabaron de definir mi manera de aproximarme al conocimiento. Con el primero, Hugo Laverde Toro, entendí lo importante que es no perder nunca la ignorancia y aprendí que el interés por la ciencia no podía ni debía excluir el amor por las artes y las humanidades. Con su característico estilo mamagallista Hugo me enseñó además a conjurar la desesperanza a través de fórmulas tan infalibles como la lectura de historias de piratas en los baluartes de Cartagena de Indias o el desarrollo de una rutina epistolar en paralelo con los apuntes en mis diarios de campo.
Mi segundo mentor, Jorge Hernández Camacho, era menos expansivo que Hugo, pero tenía una intensidad intelectual desbordada que abarcaba los más disímiles intereses. Con su generosidad característica dio rienda suelta a mi curiosidad científica al señalarme rutas para buscar las respuestas a mis preguntas mientras sembraba toda clase de nuevos interrogantes en cada uno de nuestros encuentros. Hablar con “el mono Hernández”, como le conocíamos todos, era sostener una conversación con hipertextos y pies de página, muchos años antes de que los computadores personales y mucho menos internet estuvieran a la vista. Para acceder de su mano al por entonces casi inexistente conocimiento sobre las aves de ambientes marinos en el Caribe colombiano, por ejemplo, tuve que adentrarme en los vericuetos de las crónicas de Indias, en la historia de las innumerables disputas limítrofes en el mar de las Antillas y, desde luego, en los detalles de la geomorfología del delta del río Magdalena.

Con estos antecedentes personales mi sorpresa cuando un par de amigos me explicaron, hace apenas unos pocos años, que mi comportamiento era característicamente ñoño, no tuvo límites. Me parecía inaceptable semejante veredicto pues ninguno de los personajes que fueron modelos ejemplares en mi formación intelectual encajaba para nada con las distintas acepciones de ese término en el diccionario y mucho menos con su estereotipo caricaturizado en tantas películas, historietas y series de televisión. Nadie pudo haber sido menos insulso o apocado que mi abuela Pubenza y me es imposible concebir dos mentes con mayor sustancia que las de mis dos grandes mentores. Por eso, aunque no soy quién para juzgar si mi personalidad se ajusta a la definición de ese vocablo usualmente despectivo, prefiero pensar en cambio que haberme hecho merecedor a él es, en realidad, una consecuencia del reduccionismo de los tiempos que corren en los que el amor a la lectura es cada vez más una rareza y los ñoños estamos amenazados de extinción.

Creo Luis German que yo también podria hacer parte de ese club, sin embargo como dicen que decia Marx (Groucho); Deja mucha duda un club que acepte gente como yo.
Los ñoños son los que te dijeron que eras eso. Para nada te cabe se nombre. Que tal ! tu eres nuestro mejor ejemplo de dedicación al saber y en permitirnos entrar en tantas historias maravillosas por difundirlas y compartirlas con tanto gusto. Gracias
🙏
No me cabe duda que su membresia está plenamente justificada, Don Corzo.