“El ignorante se aburre en los caminos; sólo percibe las sensaciones de cansancio y de distancia.”
Fernando González
En mi familia materna la hiperactividad era la norma. Todo el mundo estaba siempre atareado y tanto la rapidez como la eficiencia eran consideradas grandes virtudes. Gracias a esa herencia viví la etapa escolar con esa sensación que tienen los niños durante los días previos a la navidad, cuando el momento de abrir los regalos se ve cada vez más lejano. Aunque disfrutaba muchísimo mis clases en el colegio, sentía que lo que realmente valía la pena era el mundo de “los grandes”. Las cosas que estudiaban mis hermanas – varios años mayores que yo – me parecían mucho más interesantes.
Esta ilusión se desvaneció tan pronto fui usuario del álgebra de Baldor y me di cuenta de que lo que yo realmente quería estaba aún distante. Por eso los pocos años restantes de la secundaria fueron tan eternos como insulsos y una nueva impaciencia me devoraba: el anhelo de estar pronto en la universidad, en donde con seguridad obtendría el pasaporte inalcanzable a ese estado en el que por fin encontraría sosiego.
Esperanza que también fue vana, pues allí tampoco se concretó la búsqueda. El día que obtuve mi cédula de ciudadanía terminó siendo un fiasco. A pesar de certificar la tan esperada mayoría de edad, el documento no bastaba para darme acceso al círculo aparentemente lleno de certezas de quienes detentaban la autoridad. O al menos eso creí durante mucho tiempo, ayudado por el entrenamiento académico en el escepticismo que me evitó caer en la trampa de creer que había llegado a alguna parte.
Debido a esa negación, no fui consciente de haber alcanzado la adultez hasta mucho más tarde. Inmerso en un torbellino de emociones, siempre tuve dificultad para apreciar la distancia recorrida en cada uno de los saltos de mi galope frenético. Ingresé temprano en el mundo laboral, apenas unos meses antes de casarme, en la época en la que intentaba convertirme en científico con el mismo afán existencial de siempre. Inmune a la percepción del paso del tiempo me entregué con cuerpo y alma a la ilusión de cimentar una carrera, hacer aportes al desarrollo del conocimiento, despertar en otros la sed por aprender que me consumía.
Embebido en esa rutina académica llegó el día en el que empecé a notar que algo faltaba. Caí en cuenta de que cada año era casi idéntico al anterior y que al parecer mi discurso empezaba a repetirse indefinidamente. Fue entonces cuando supe que hacía mucho tiempo que pertenecía al mundo tan ansiado de la adultez y una nueva impaciencia tomó forma. La de sentir que el mundo real estaba por fuera del campus universitario y que era necesario salir a buscarlo así fuera persiguiendo nuevas quimeras.
Empeñé así el siguiente cuarto de siglo en esa búsqueda sin que mi participación en tantas batallas perdidas de la conservación me hiciese consciente del paso de los años. Ocupado en los afanes del oficio tuve que leer el título del certificado oficial de jubilación para enterarme de que me había vuelto viejo. Y a medida que el momento de poner punto final a los afanes de toda una vida se acercaba, las últimas jornadas de trabajo se hicieron agobiantes: ¡había tantas cosas por hacer! Por esos días viví, en plena vigilia, aquella pesadilla en la que uno está a punto de graduarse y descubre que no cursó una asignatura obligatoria.
Sin embargo, la certeza de saber que en unas semanas la rutina construida durante décadas sería reemplazada por el limbo pensional, paradójicamente sirvió como una especie de poción mágica para luchar, de una vez por todas, con la impaciencia que me acompañó siempre. Pude así poner sordina a los cantos de sirenas de la vida laboral según los cuales es tan importante lo que hacemos que nos vuelve irremplazables y, de repente, todos los días se volvieron viernes.
Entender que era totalmente prescindible me proporcionó la incomparable sensación permanente de saber que, aunque terminó la semana y se han quedado muchas cosas sin hacer, el tiempo que tengo por delante es exclusivamente mío y puedo emplearlo como me parezca. Lo que, en mi caso, representa un abanico de posibilidades para continuar en el intento de responder las preguntas que me plantea la existencia.
Aunque siempre me gustó la frase del brujo de Otraparte que sirve como epígrafe de este texto, sólo pude encarnarla ahora. De tanto correr detrás de ideales no muy claros, perdí de vista lo que siempre tuve por delante: un camino por recorrer, otro día que vivir lleno de sorpresas y de cosas por descubrir. Ese que ahora recorro, gozoso, conversando conmigo mismo a través del viejo recurso de los náufragos que pretenden seguir el rastro de los días en las páginas de un diario.
Supersona: este artículo es, sin duda, uno de mis favoritos.
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Bellísimo texto, Luis Germán. Casi en todo tenía razón el brujo de Otraparte. Por eso vale la pena leerlo de nuevo.
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Para leer, y volver a leer , y encontrar inspiración como si todos los días fueran viernes
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Totalmente identificada. Es una dicha. Esta de levantarse a las cinco de la mañana, incluso, al dulce placer de leerte, por ejemplo. Y es maravilloso como la vida a pesar de todas nuestras batallas, nos reserva un pedazo para nosotros, para que la esencia propia finalmente emerja. Como siempre un placer encontrarte Luis German.
Gracias, Luisa. 🙏
Con grata complacencia a mi curiosidad por el título, espero en el próximo episodio leer como van estos viernes. Un gran abrazo
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Que bueno que disfrutas ahora más de la vida amigo, estoy seguro que te mereces ese estado privilegiado por tu buen trabajo en los diferentes frentes de la academia. Disfrute mucho de tu ensayo, gracias y saludos!
Gracias por tus palabras, Mitojai. Un abrazo para ti también.
Vivir en modo viernes es una dicha.
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Mi querido LuisGer, leerte es una delicia, y este artículo en particular, me enfrenta con mi realidad aplazada.
A disfrutar de los nuevos rumbos donde solo tu decides, suena delicioso y sigue escribiendo por favor.
Un fuerte abrazo
Querida, ojalá te impulse a dar el salto. Lo disfrutarás muchísimo. 🤗
Seguramente la gran mayoría de quienes nos hemos jubilado, al mirar en retrospectiva nuestro recorrido laboral, habremos hecho reflexiones muy similares a las tuyas. Pero sólo unos pocos, poquísimos, tienen la generosidad para compartirlas de forma tan bella como lo haces.
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Muchas gracias Luis Germán!!!
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Querido Luis German, has construido este tan merecido presente, aquel que describes como viernes con mil posibilidades que te permiten seguir disfrutando el camino que sigues recorriendo con la misma sensacion y curiosidad de aquel niño que esta a la expectativa de la tan ahnelada navidad! Mi admiracion siempre! Saludos!
Gracias, Beatriz…