En el proceso interminable de construir la identidad todos los seres humanos atravesamos una etapa temprana en la cual las impresiones sensoriales que nos produce la relación con nuestro entorno inmediato juegan un papel fundamental. Durante la infancia, cuando los sentidos están más alertas y la imaginación menos contaminada, asignamos significados especiales a aquellos lugares en los que vivimos experiencias formativas más profundas. Los geógrafos humanos consideran que esos “paisajes primarios” contribuyen a moldear lo que somos1 y se convierten en puntos de referencia contra los que contrastamos los nuevos registros espaciales que hacemos a medida que se amplía nuestra cobertura geográfica.
Mis tres hermanas y yo compartimos los mismos entornos durante la edad escolar y unos cuantos años más, pero una vez traspuesto el umbral de la adolescencia, uno a uno abandonamos la casa paterna para tomar rumbos diferentes que nos llevaron a todos lejos de los lugares en los que construimos un sentido de lugar compartido que, a pesar de las distancias y del tiempo transcurrido desde la diáspora, se mantiene como elemento identitario familiar.
Al igual que las demás edificaciones del barrio, nuestra casa debió haber sido construida durante el primer tercio del siglo pasado y por lo tanto su estilo conservaba algunos de los rasgos arquitectónicos de la colonización antioqueña. El techo, de tejas de barro oscurecidas por el musgo y los líquenes, tenía un alero que se proyectaba apenas lo suficiente para proteger el andén de los torrenciales aguaceros manizaleños. En la fachada se abrían cuatro ventanas de madera, cada una de ellas con dos batientes en los cuales había sendos postigos que permitían mantener cierta privacidad cuando estaban abiertos pero que al mismo tiempo dejaban pasar la luz necesaria a las alcobas.
Como estaba ubicada en una calle muy pendiente, era más alta en uno de sus lados y por lo tanto tenía dos pisos. El primero, en la parte inferior de la pendiente, estaba ocupado por una pequeña casa de alquiler a la que llamábamos “los bajos”. A continuación, calle arriba, estaban la entrada principal – el “portón”— la puerta doble del garaje y la diminuta puerta del pequeño local regentado por un zapatero remendón, de apellido Merchán, cuya presencia pasaba desapercibida excepto cuando mascullaba las notas de una canción que desde entonces me es imposible escuchar sin que su humilde figura venga a mi memoria.
Nosotros ocupábamos la segunda planta. A la izquierda del punto en donde desembocaban las escaleras que subían desde el portón estaba la alcoba de mis papás y a continuación había una pequeña sala de visitas que casi nunca se usaba. Este espacio daba de frente al vestíbulo, un área amplia con techo de marquesina y con el centro del piso cubierto por unos cubos de cristal opaco que daban paso a la luz hacia los bajos. Esta área social de la casa se continuaba con el comedor, a lo largo de cuya pared había un gran ventanal. Al lado del comedor estaba el cuarto de baño compartido por toda la familia, el cual tenía una puerta hacia el vestíbulo y otra hacia la primera de las cuatro alcobas que miraban hacia la calle y que tenían una única puerta de entrada, justo al lado del baño.
Junto a la sala había una habitación que, después de servir como costurero para mi madre durante varios años, fue mi alcoba y a continuación estaba un corto pasillo que llevaba a la cocina. El fondo de la casa tenía un corredor que conectaba el baño del servicio con el lavadero y junto a la puerta había una pequeña área ocupada por la mesa planchadora, cerrada por un lado con tablas verticales que tapaban la vista de sus homólogos de casas vecinas. Mirar hacia “los interiores”, como se llamaba a esos espacios íntimos de las viviendas, se consideraba un acto de mala educación.
Ese corredor del fondo estaba bordeado por una baranda de chambranas, paralelas a la cual bajaban las escaleras que llevaban al patio. A diferencia de las que servían de entrada a la casa, estas escaleras no estaban enceradas, pero sus tablas permanecían impolutas a pesar del tránsito constante del que eran objeto gracias a nuestros juegos interminables en aquel lugar mágico en el que mis hermanas y yo tejimos la mayoría de nuestros recuerdos más antiguos.
El patio tenía un pequeño espacio cubierto, debajo del lavadero de la ropa, en el que había un tanque de cemento que, aunque no cumplía ninguna función práctica, fungía como barco pirata, laboratorio de química y repostería especializada en tortas de barro según la inspiración o el estado de ánimo de sus usuarios. El resto era un jardín separado del de la casa vecina por una pared de esterilla de guadua protegida por un angosto tejado y del patio de los bajos por un muro de ladrillo contra el cual crecía una densa mata de moras. En el ángulo de intersección de ambos muros, como era muy húmedo, crecía un gran parche de papiros que proveían la materia prima para fabricar toda clase de objetos: de ellos hicimos fingidas varas de pescar e inofensivas lanzas y espadas con las que libramos cruentas batallas.

A la izquierda de las escaleras, estaba la habitación del servicio. Un cuarto oscuro, sin ventanas, en el que nunca hubo nadie alojado. A pesar de lo inhóspito, ese espacio fue el escenario de algunos episodios memorables de infancia pues en las infinitas tardes lluviosas de Manizales era un refugio idóneo para jugar. Mi hermana mayor celebró en aquel templo imaginario más de una misa en la que todos comulgamos con hostias hechas de banano y allí mismo tuvieron lugar las cirugías que costaron la vida de varios muñecos que luego fueron sepultados en el patio en solemnes ceremonias.
Y, finalmente, estaba el garaje en el que aprendieron a patinar mis hermanas y en donde hicimos incontables carreras en triciclo. Este espacio, suficientemente largo para albergar, uno detrás de otro, dos vehículos de los años 50, estaba comunicado con el cuarto de servicio por un pasillo, oscuro como boca de lobo, situado debajo de las escaleras de entrada a la casa. Al anochecer, cuando nos llamaban a comer, teníamos la obligación de apagar la luz del garaje, lo cual significaba enfrentar el más terrible de los miedos pues para hacerlo era preciso pasar a oscuras frente a aquel espacio recóndito del que podían emerger todos los monstruos que eran capaces de engendrar nuestras mentes infantiles.

Hace unos meses, después de casi medio siglo de ausencias, subí por aquella calle empinada de “Hoyo frío” y en el lugar en donde estuvo esa casa que recuerdo con tal detalle solo encontré un lote vacío. La habían demolido y, para mi sorpresa, su área era tan reducida que fui incapaz de acomodar en ella, con la imaginación, todos los espacios que acabo de describir. Y esa incapacidad no se debía solamente a la sensación que produce en un adulto el darse cuenta de lo pequeño que es en realidad un lugar que cuando niño le parecía enorme: se trataba de la imposibilidad física de hacer caber en ese lote minúsculo todos los universos que construí en la infancia con mis hermanas y que desde entonces los cuatro llevamos en el corazón.
“Cuando uno extraña un lugar, lo que realmente extraña es la época que corresponde a ese lugar; no se extrañan los sitios sino los tiempos.”
Jorge Luis Borges
- Nogué, J. (2008). Paisaje y sentido de lugar. Olladas críticas sobre a paisaxe, 207-228. ↩︎
La nostalgia de ese pasado en que transcurrió nuestra maravillosa niñez, es común a todos los que tuvimos el privilegio de vivir en pequeñas aldeas
Seguro, Augusto. Manizales era aún un pueblo pequeño en la época correspondiente a mi evocación.
En efecto esa evocación es nostalgia pura. Que acopio de memoria para esa descripción tan detallada !!! Felicitaciones.
La cita de Borges es perfecta . Gracias Luis.
Gracias, Carmen H! 🙏
A veces siento que estos recuerdos de infancia no quedan guardados en la memoria, son borrosos y confusos, pero el alma si recuerda ese primer lugar y aunque algunos otros lugares los llamaremos hogar a lo largo de la vida, el alma siempre se sentirá allí como en casa