Aunque es innegable que la preocupación frente a la crisis ambiental ha incrementado durante los últimos años, el entendimiento de sus intríngulis es todavía precario para la sociedad global. Si bien el cambio climático ya forma parte del repertorio habitual de conversación y la noción de que dicho fenómeno está relacionado con las emisiones de gases por las cuales los seres humanos somos en gran medida responsables, aún los más elementales principios de cómo funciona el clima siguen siendo un misterio para una inmensa mayoría. De no ser porque todos sufrimos en mayor o menor grado los impactos derivados del desorden climático contemporáneo, sería muy factible que olvidáramos rápidamente que estamos en medio de una situación de crisis de dimensiones globales.
Algo muy similar sucede con el otro gran componente de la encrucijada en la que nos encontramos, a pesar de que por estos días circula de boca en boca. La crisis de pérdida de biodiversidad continúa siendo ajena a la cotidianeidad de muchas personas, a pesar de que, sin darnos cuenta, todos contribuimos a ocasionarla y nos vemos afectados de una u otra forma por la desaparición de incontables tipos de seres vivientes a los que incluso jamás llegamos a conocer. Y precisamente por el carácter anónimo de esa pérdida, difícilmente cabe esperar reacciones orientadas a prevenirla.
Cada cierto tiempo los medios nos recuerdan que la sexta extinción en masa está en progreso y que los países ricos en biodiversidad, como el nuestro, tienen su más valioso patrimonio seriamente amenazado. Hasta que el anuncio es reemplazado por otros titulares que alimentan la sed insaciable de noticias. Pero el proceso sigue en marcha, así no concentre la atención del gran público, y por las mismas razones que también nos han explicado una y otra vez a lo largo de los años. Tanto los reportes periódicos de la Plataforma Intergubernamental de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES por su nombre en inglés) como el Informe Planeta Vivo que publican cada dos años WWF y la Sociedad Zoológica de Londres no solamente presentan tendencias que deberían preocuparnos sino que, además, reiteran con insistencia que los impulsores principales de disminución de poblaciones de vida silvestre y de la extinción de especies son la sobreexplotación y la pérdida y degradación de hábitats.
El primero tal vez resulta más entendible para el gran público, pues no cuesta demasiado imaginar cómo la sobrepesca, la explotación maderera o el tráfico de fauna puedan afectar a la vida silvestre. Al fin y al cabo, la sociedad contemporánea está suficientemente sensibilizada como para sentir cierta inquietud ante la noticia del decomiso de algún cargamento de estos “productos” en cualquier lugar del planeta. Lo que no sucede con los anuncios acerca de la disminución alarmante de la población de una especie como consecuencia de la alteración de su hábitat. Aunque el organismo en cuestión sea familiar, nos cuesta imaginar en qué consiste realmente el factor que está causando el problema. Sin embargo, y sin darnos cuenta, constantemente somos testigos y partícipes de muchas de las formas en las que el espacio vital de incontables seres vivientes, distintos a los humanos, se transforma, deteriora y, eventualmente, se pierde.
Por ejemplo, gran parte de la población mundial es beneficiaria del alumbrado público. Las luminarias a lo largo de las vías las hacen más transitables durante la noche y, en cualquier parte, nos brindan seguridad y hacen más amigables las ciudades. Pero la belleza de un paisaje en el que titilan los millones de luces de los centros poblados no solamente oculta las constelaciones que adornan el negro profundo del cielo. Esconde también centenares de miles de pequeños dramas. Muchos insectos sienten una atracción irresistible con las fuentes de luz artificial. Alrededor de cualquier lámpara revolotean los bichos tercamente, hasta que terminan agotados por el esfuerzo. Cuando amanece, sus cadáveres forman parte del detritus orgánico que es recogido por los barrenderos municipales. A no ser que, en medio de su loca danza alrededor de las lámparas, sean atrapados por un murciélago o un ave insectívora que ha aprendido a extender su horario para aprovechar una oferta extra de alimento.
Todo parece indicar que, además del catastrófico impacto de los pesticidas organoclorados y organofosforados sobre las poblaciones de toda clase de insectos – pues no solamente actúan sobre aquellos que consideramos pestes –, la incesante matanza de una gran diversidad de especies por cuenta del alumbrado público es uno de los más insospechados efectos de las alteraciones que hacemos los seres humanos a los hábitats de dichos animales.
Pero los efectos negativos del alumbrado sobre los animales silvestres también funcionan a otras escalas. Muchas aves migratorias que viajan de noche son afectadas por la contaminación lumínica. Algunas son incapaces de encontrar su ruta, otras son atraídas por luces especialmente brillantes y se estrellan contra las edificaciones sobre las que están instaladas e incluso algunas alteran sus relojes biológicos, lo cual pone en riesgo su capacidad para completar el ciclo de la migración. Algo similar sucede con las tortugas marinas: las luces artificiales en zonas costeras desorientan a las hembras adultas que buscan un sitio con menor luz para desovar o la superficie brillante del mar cuando regresan a él. Y para las tortugas recién nacidas, cuando su eclosión sucede durante la noche, esta desorientación resulta fatal pues con frecuencia se agotan o son depredadas antes de encontrar la orilla.
El deterioro y pérdida de los ambientes de especies silvestres pueden entonces ocurrir por múltiples razones, ya que un hábitat no está definido solamente por una configuración espacial pues las características de temperatura, humedad, calidad del aire (o del agua) y condiciones lumínicas – por mencionar solamente unas pocas variables – determinan la probabilidad que tiene un organismo de mantenerse vivo. Y al alterar inadvertidamente los estímulos a los cuales responden los órganos sensoriales de un animal, puede suceder que este ya no pueda mantener el precario balance del cual depende su existencia.
El ensayo me deja bastante preocupado, toda vez que, el desconocimiento del tema y sus diversas aristas constituyen un acelerador en este camino de devastación, más aún, dado el divorcio entre comunidad científica y la política que privilegia otros intereses, deponiendo el todo. Fuera bueno mi apreciado profe, qué se plantea en el camino a seguir.
Lo saludo con aprecio. Gracias por compartir su conocimiento.
Gracias por su mensaje, Luis Alfonso. Personalmente no me gusta la idea de sugerir soluciones. Prefiero compartir mis reflexiones solamente pues creo que cada cual debería encontrar por sí solo el camino para una relación menos dañina con el mundo a su alrededor.