Cada vez que repaso las cosas que delinearon mis recorridos para encontrarme con quien creo que soy, aparecen siempre los libros de aventuras con los que mi madre pobló mi infancia. En las novelas de autores como Julio Verne, H. Rider Haggard, Rudyard Kipling y Jack London, encontré las representaciones de la naturaleza que hicieron de su observación la razón primaria de todas mis búsquedas.
Esos relatos de selvas vírgenes, nieves perpetuas, regiones inexploradas y pueblos salvajes no solamente alimentaban mi imaginación. Eran un poderoso lente a través del cual los paisajes tenían colores mucho más vívidos y toda clase de secretos que era preciso aprender a descifrar. Lejos estaba de suponer que esas narrativas eran construcciones simbólicas cuyo significado era el reflejo de la forma como la civilización occidental asumió su negativa relación con el medio ambiente.
Hasta bien entrado el siglo XVIII los espacios silvestres fueron vistos como indeseables, peligrosos y poco saludables. En ese imaginario, la concepción de la naturaleza como un entorno cuya génesis y funcionamiento han sido determinados por causas y agentes diferentes a la intervención humana justificó su explotación y la transformación de los ecosistemas. El mito de la existencia de regiones inhabitadas sirvió para hacer de la colonización y el expolio elementos centrales del proceso civilizatorio.
Luego, la amalgama de ideas del romanticismo alemán, el racionalismo ilustrado y el positivismo abrió paso a la invención de la naturaleza como algo diferente. Así, por ejemplo, Alexander von Humboldt mantenía al mismo tiempo una relación sensible con los paisajes que exploraba en las regiones equinocciales del nuevo continente mientras hacía toda clase de mediciones para describirlos. Para el, los paisajes eran la manifestación tangible de la pertenencia de los seres humanos a un gran todo. A finales de la época de la ilustración se desarrollaba la idea de una naturaleza prístina que paulatinamente dio sustento a la intención de conservarla, como lo puso de relieve William Cronon a finales del siglo pasado:
“Lo silvestre es la antítesis natural, inmaculada, de una civilización antinatural que ha perdido su alma. Es un lugar de Libertad en el que podemos recuperar el ser verdadero que hemos perdido por las influencias corruptoras de nuestras vidas artificiales…. es el lugar en el que podemos ver el mundo como realmente es y conocernos a nosotros mismos como deberíamos ser.”
Desde entonces, quedamos atrapados en una lectura dual y paradójica de la naturaleza: como algo que es preciso domeñar en beneficio de la sociedad y al mismo tiempo como el remanente de un mundo primigenio al que es preciso proteger de la influencia dañina de la especie humana. Una suerte de “apartheid” en el que la conservación de la biodiversidad fue relegada a espacios de exclusión de la presencia humana mientras las áreas de vivienda y producción pretenden excluir lo natural por no adecuarse a lo que aprendimos a considerar como civilizado.
Gracias a esta concepción, el “desarrollo” premió la concentración de la población humana en centros urbanos y su alienación paulatina con todo aquello que se encuentra por fuera de los mismos. Según el Banco Mundial, alrededor de 4400 millones de personas (el 56 % de la población humana actual) vive en ciudades y se calcula que 7 de cada 10 personas serán habitantes urbanos en el año 2050. Esto significa que, para una porción significativa de la humanidad, el contacto con la vida silvestre es escaso o incluso inexistente y por lo tanto el imaginario colectivo de naturaleza carece de referentes empíricos.
Una consecuencia importante de este distanciamiento entre los habitantes urbanos y la vida silvestre es la limitada empatía que tienen con ella. No es del todo gratuito que la pérdida de la integridad ecológica o la extinción de especies sean problemas tan difíciles de aprehender para la sociedad actual. Aunque ambos fenómenos son mencionados con frecuencia en los medios de comunicación, su significado no parece resonar entre el público. O al menos no lo suficiente como para provocar un esfuerzo colectivo para reducir sus impactos negativos sobre el entorno.
Esta ha sido una de las razones principales por las cuales el logro de las metas ambientales establecidas por los gobiernos a través de convenios internacionales se ha quedado corto hasta ahora. Y aunque este limitado éxito no puede atribuirse a un solo factor, es claro que sin el concurso de una amplia base de actores aquello que se proponen los acuerdos internacionales en materia ambiental no acaba de lograrse. La sociedad delega en los estados su cumplimiento y, al hacerlo, se libra en gran medida de la responsabilidad que le corresponde.
Así como la esperanza surgida a partir de los famosos acuerdos para la reducción de emisiones conseguidos durante la COP de Cambio Climático de París en 2015 rápidamente se desvaneció ante la imposibilidad de su cumplimiento, es de temer que algo similar suceda con el nuevo marco de cooperación establecido por los gobiernos firmantes del Convenio de Diversidad Biológica hace un par de años. Es por eso por lo que, en vísperas de una nueva conferencia mundial de biodiversidad, quiero creer que aún tenemos la posibilidad de reinventar la naturaleza como una forma de asegurar nuestra supervivencia.
Para hacerlo, es preciso admitir el fracaso del imaginario de naturaleza que nos trajo hasta este punto de la historia y suprimir el distanciamiento entre el ámbito de la sociedad contemporánea y de todo aquello que por oposición consideramos como “lo Natural”, como lo planteó Bill McKibben hace casi 35 años. Lo que significa abandonar un presupuesto central de Occidente que nos ha impedido reconocer la validez de otras lecturas del mundo distintas de aquellas que poblaron mi infancia.
Sin duda, el modelo de sociedad actual, basado en alto consumo de energia, es inviable ante la realidad de la oferta natural y su uso insostenible. Particularmente, la producción de alimentos, bajo modelos de alto impacto ambiental.
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Me alegra saber que mantiene esperanza en la humanidad.
Pues tanto como esperanza, no…. Hay una distancia importante entre querer creer en algo y efectivamente creerlo.
En Latinoamérica el porcentaje de personas que viven en ciudades es superior al 80% somos la región más urbanizada del planeta
Mientras desde el ámbito ambiental y político no implementemos estrategias para que los habitantes urbanos se reconozcan y reconcilien con la naturaleza, la batalla estará perdida