Uno de los atributos menos confiables de los seres humanos es, sin duda alguna, la memoria. Además de ser bastante selectiva, es usada por cada persona de acuerdo con sus necesidades o su estilo de vida y, como resultado, es un repositorio de las impresiones causadas por sucesos excepcionales que han marcado la existencia de cada individuo.
No obstante, todos registramos también en ella, casi sin darnos cuenta, eventos cíclicos naturales y, al hacerlo, asociamos con ellos coincidencias espaciales y temporales de forma tal que luego podemos predecir, con algún grado de certeza, cuándo volverán a suceder. Así, por ejemplo, “leemos” en el ambiente las señales que indican la proximidad de los cambios entre las estaciones, lo cual brinda la oportunidad de prepararnos para enfrentarlas.

Muchas de esas señales son aquellos procesos biológicos que solo se desencadenan cuando las variables climáticas alcanzan valores que favorecen su ocurrencia, incluso en países situados alrededor de la línea ecuatorial, en donde las estaciones difieren entre sí sobre todo por la frecuencia y la magnitud de las lluvias. La confiabilidad de esa lectura ha sido posible gracias a la regularidad que estos procesos tuvieron durante los últimos 12.000 años. Sin embargo, por cuenta de la triple crisis planetaria, la predictibilidad de los ciclos naturales es cada vez más incierta y cuando el estado del tiempo se altera más allá de las fluctuaciones de costumbre, tendemos a olvidar las señales sutiles que desde épocas inmemoriales marcaron el paso de las estaciones, como sucedió hace apenas unas semanas.
Después de disfrutar de un verano esplendoroso, en el que además del cielo impecablemente azul y las frescas brisas de la tarde la ciudad entera se llenó de amarillo, blanco, rosado y lila gracias a la masiva floración de guayacanes y gualandayes, empezamos a inquietarnos cuando finalizó septiembre sin que hubiera caído la primera de las lluvias que, para esa fecha, deberían haber comenzado. Había razón para preocuparse, pues las altas temperaturas que se presentaron durante los meses precedentes tostaron la vegetación y los incendios forestales consumieron grandes extensiones. Y cuando ya desesperábamos, un par de semanas antes de que los nubarrones oscuros se amontonaran en la cresta de los Farallones, los primeros cucarrones iniciaron su terco bombardeo contra los cristales de las ventanas.
Atraídos por las luces en el interior de las viviendas, los viejos emisarios del inicio de la temporada lluviosa aparecieron cualquier anochecer para devolvernos la tranquilidad perdida. Mientras estábamos disfrutando del verano ellos completaban bajo tierra, a nuestro alrededor, su desarrollo larvario. Al igual que muchos otros miembros de la subfamilia a la que pertenecen, estos escarabajos que se alimentan de material vegetal en descomposición – aunque algunas especies también lo hacen de las raíces de algunas plantas, lo que los hace bastante impopulares para los agricultores ya que pueden convertirse en plagas para algunos cultivos de importancia económica, como el aguacate y el café – estuvieron siempre asociados con la llegada del invierno.

En efecto, el ciclo de vida de estos insectos está ajustado al régimen climático bimodal, propio de los valles interandinos del país, en el que cada año se presentan dos estaciones secas y dos lluviosas. Como los adultos salen de los túneles en los que crecieron para buscar pareja al empezar estas últimas, la primera de ellas alrededor de marzo, en muchas regiones de Colombia se les conoce como “cucarrones marceños” y su aparición fue siempre interpretada como señal inequívoca de las temporadas invernales. La sincronía con la cual ocurre este proceso no solamente facilita la salida de los adultos cuando la lluvia ablanda los suelos arcillosos compactados por la sequía, sino que maximiza las probabilidades de supervivencia de sus larvas, a las que conocemos como mojojoyes o chisas, pues pueden taladrar fácilmente los túneles en los cuales se alimentan y desarrollan.

La aparición de los cucarrones antes de que empezara el invierno fue entonces un verdadero alivio pues anunció su inminente arribo. Pero su llegada antes de tiempo y su reducido número, comparado con el que se observa habitualmente por esta época, sembró nuevas inquietudes. Aunque es probable que la humedad atmosférica por encima de cierto umbral haya hecho que emergieran de sus túneles en el momento correcto, también es posible que lo hubieran hecho simplemente por haber terminado su desarrollo larvario por esos días. De ser así, cabe preguntarse qué sucedería si el desbarajuste climático actual llega al punto de trastocar significativamente la fecha en la cual comienzan las lluvias. Si estas se retrasan mucho más de lo que lo hicieron este año, los cucarrones que emerjan antes de tiempo no encontrarán un sustrato suficientemente húmedo para el desarrollo de sus larvas y aquellos que esperen las primeras lloviznas pueden terminar emparedados en un suelo agostado por la sequía.
Si, por otra parte, los pocos cucarrones que han estado revoloteando en estas noches alrededor de las luminarias no son una falsa impresión, a lo mejor estamos siendo testigos del declive de sus poblaciones bien sea como consecuencia del uso indiscriminado de insecticidas para combatir las especies que afectan los cultivos comerciales o como señal, aún no registrada en la memoria colectiva, de la ruptura de otro ciclo natural.
- Pardo-Locarno, L. C. (2013). Escarabajos (Coleoptera: Melolonthidae) del plan aluvial del Río Cauca, Colombia I. Ensamblaje, fichas bioecológicas, extinciones locales y clave para adultos. Dugesiana, 20(1), 1-15. ↩︎