En otros tiempos, cuando ocupaba mis días en tratar de contagiar a cohortes sucesivas de pupilos con la curiosidad por la teoría de la evolución, una de las mayores dificultades que enfrentaba en mis clases era la de romper la convicción generalizada de que todas las características de los organismos cumplen una función determinada. Tanto los creacionistas recalcitrantes – que por sorprendente que parezca aún pululan entre nosotros – como los más entusiastas por el pensamiento evolucionista, estaban empeñados en explicar causalmente cualquier estructura y función de los seres vivos. Los primeros, por su férrea convicción de que cada una de ellas expresaba la voluntad de un creador infinitamente sabio y bondadoso y los segundos, por su todavía incipiente conocimiento de la teoría de la selección natural.
Por suerte otros habían enfrentado ese mismo problema antes que yo y con herramientas conceptuales mucho más sólidas. Como las que esgrimieron Stephen J. Gould y Richard Lewontin en un famoso artículo, publicado en 1979 en las Actas de la Sociedad Real de Londres, para desmontar magistralmente esa caricatura del pensamiento de Darwin a la que ellos llamaron el paradigma panglosiano de la adaptación en alusión a aquel personaje, de la novela “Cándido” de Voltaire, que sostenía que los seres humanos tenemos narices para poder usar anteojos y piernas que nos permiten ponernos los pantalones.

Los argumentos desarrollados por estos investigadores de la universidad de Harvard fueron entonces mi tabla de salvación para explicar, un semestre tras otro que, a pesar de la validez de las interpretaciones funcionales de la evolución de los seres vivos, algunas de las características que observamos en ellos también pueden ser el resultado fortuito del cambio de otras estructuras favorecido por la selección natural. Como en el caso de las diminutas extremidades delanteras de los tiranosaurios, cuya reducción puede explicarse como la consecuencia indirecta del incremento diferencial de la cabeza y de las patas posteriores de dichos animales y que favoreció su comportamiento depredador.

El carácter contingente de la existencia de algunas características estructurales de los organismos también explica por qué algunas pueden ser precursoras de funciones que no dan cuenta de su origen. Muchos de los extravagantes ornamentos usados por ciertos animales en su comportamiento de galanteo fueron en sus comienzos atributos sin una utilidad particular o con un papel que no tenía nada que ver con la reproducción y que entraron en el juego de la selección a partir del momento en el que resultaron atractivas para el sexo opuesto.
Mi entusiasmo con las ideas expresadas en ese artículo científico no solamente se debió a poder usarlos como herramienta de mis clases. Desde entonces, han sido parte esencial de mi manera de entender las cosas, libre de la camisa de fuerza del pensamiento teleológico que parece dominar el mundo, a juzgar por la reiterativa aparición del fantasma del doctor Pangloss en los momentos más inesperados. Como cuando alguien pregunta para qué sirve mirar pájaros, o cuál es la razón por la que una persona escala una montaña o escribe poesías.
O como en mis encuentros recientes con amigos a quienes no veía desde hacía mucho tiempo, en los que han surgido alborozados comentarios sobre las actividades que ahora desarrollo en ejercicio de mi condición de pensionado. Para algunos, es un alivio saber que con ellas consigo “entretenerme”, mientras otros consideran encomiable mi empeño por “hacer algo productivo”. Y al escuchar tales opiniones, no puedo evitar que mi mente vuele de regreso a las tardes interminables de discusión con mis estudiantes alrededor del paradigma panglosiano.
Pues si bien es cierto que me divierte enormemente cada una de las tareas que llevo a cabo por voluntad propia, no es precisamente el entretenimiento la razón causal de ninguna de ellas: es evidente que la escritura de este blog me ocupa largas horas, pero jamás he pretendido con ella matar el tiempo. Y si cocino no lo hago porque estoy aburrido, sino porque tengo la oportunidad de hacerlo y mi familia considera comestibles mis preparaciones.
Por otra parte, aunque admito que mi registro cotidiano de la precipitación pluvial en mi casa, de las fechas de floración de los árboles que la rodean o de los eventos reproductivos de los pájaros que conviven con nosotros puede llegar a ser muy útil, mi motivación para llevarlo es simplemente la de encontrar en esa actividad otra forma de estar en comunión con el lugar que habito.
El afán por encontrar un sentido a la existencia es tal vez una de las propiedades distintivas de la condición humana que se traduce en la búsqueda incesante y muchas veces absurda de explicaciones teleológicas para toda clase de objetos, situaciones y procesos. Personalmente creo que, si cedemos a ese impulso, es fácil que desperdiciemos oportunidades de estar en el mundo en una forma más desprevenida, dispuestos a encontrar lo que no estamos buscando y a dar de nosotros lo mejor sin esperar nada a cambio, lo que de paso nos evita muchas frustraciones.

Me encantó.
Que bien! Me alegro 🤗
Muy bueno , espero no perder aunque sea una de esas oportunidades que tienes de cocinar jejeje
Sabes que siempre estás invitada….
Gracias, Luis Germán. Material de primera calidad. Me hubiera encantado estar en una de sus clases. Me imagino las hazañas de unos y otros en esas discusiones, el tumulto y la sorpresa de estar cuestionados con la no-finalidad. Un lujo.
Hubiera sido un lujo contar con sus argumentos en aquellas discusiones.
Justamente sobre los efectos de esa misma obsesión teleológica en el ámbito de las humanidades, escribió Nuccio Ordine. De hecho, esa búsqueda de comunión con el lugar que se habita, de la que hablas, me trajo a la memoria este pasaje de Poincaré que aparece en La utilidad de lo inútil:
“El hombre de ciencia no estudia la naturaleza porque sea útil, la estudia porque encuentra placer, y encuentra placer porque es bella. Si la naturaleza no fuera bella, no valdría la pena conocerla, ni valdría la pena vivir la vida. No hablo aquí, entendámoslo bien, de esta belleza que impresiona los sentidos, de la belleza de las cualidades y de las apariencias; no es que la desdeñe, lejos de ahí, pero no tiene nada que ver con la ciencia. Quiero hablar de esa belleza, más íntima, que proviene del orden armonioso de las partes y que sólo una inteligencia pura puede comprender. Por asi decirlo es ella la que da un cuerpo, un esqueleto a las halagadoras apariencias que embellecen nuestros sentidos, y sin este soporte, la belleza de estos sueños fugitivos sería imperfecta, porque sería indecisa y huiría siempre.”
Que hermoso texto el de Poincare. No lo conocia. Gracias por la asociación de ideas!