En julio de 1996 tuvo lugar un evento extraordinario a orillas de La Cocha, en Nariño. Llegué hasta la helada y siempre acogedora laguna del sur de Colombia junto con un puñado de los más disímiles personajes convocados bajo la consigna, inicialmente incomprensible, de “disoñar”. Durante tres días nos dimos a la tarea de proponer, desde nuestras respectivas orillas, nuevas formas de mirar un país que en aquellos años, al igual que siempre, se descuadernaba a ojos vistas. Han pasado casi treinta años desde la mañana en la que leí el texto que había preparado para ese encuentro, pero tanto su intención como su esencia permanecen intactas. Por eso y con apenas unas pocas modificaciones de estilo, he decidido volver a publicarlo en este espacio gracias a la generosa complicidad de la Asociación para el Desarrollo Campesino, guardiana de los ecos de nuestras palabras de entonces.

Donde la tierra se encuentra con el agua
Naturalismo y humanismo, argumentos para cerrar la brecha
Cuando el grito del Chavarría empezaba a reemplazar el coro de ranas y grillos de la noche, cuando la niebla desdibujaba poco a poco los perfiles del camellón, desde las hamacas despertaba la mañana en Panzenú. Era la hora de reanudar el ritual eterno de pisar el barro cálido, empujar la canoa y perderse por los caños saludando el rugido de los monos colorados. Los ritmos de la tierra eran uno solo con los ritmos del agua y la sabiduría de un hombre se medía por la capacidad de conocer en dónde plateaba el bocachico, cuándo se podían cazar las hicoteas, cuándo era la hora de sembrar el ñame o por qué a veces era el momento de quedarse quieto entre el gramalote para ver volar los pisingos y los barraquetes o para contemplar el desfile de los lanchos al salir a ramonear en las orillas.
Apenas las lluvias empezaban a espaciarse, la ciénaga iniciaba su cíclico retroceso a través de las espinas de pescado de los miles de canales y ése era el momento de sacar el légamo hacia los camellones e iniciar la fertilización natural de los cultivos variados y alimenticios de los distintos poblados. A veces los bocachicos se quedaban encerrados en alguna poza y entonces eran el coyongo y las garzas quienes daban la señal con su actividad: cuando el trabajo apretaba, era más fácil ganarse el almuerzo con las manos y atrapar el brillo escurridizo en medio del multicolor estruendo de las aves zancudas.

En aquel tiempo, en el Orinoco la vida seguía un ritmo semejante, gobernada por el pulso de las grandes inundaciones. Había una época para sembrar, otra para navegar de un lado a otro, una época para cazar al venado en los aguaderos escasos o para recoger los huevos de tortuga en las playas y salir a negociar con los pueblos hermanos, separados por meses de verano implacable. Vidas de canoa silenciosa, de casas paradas en pilotes, de zancudos ahuyentados por el humo sagrado del tabaco o por la no menos sagrada pintura de la piel. Horas sin cuento para embellecerse mientras cantaban las chicharras, para recorrer con los dedos rojos de achiote la piel bruñida por el sol de las tierras bajas.
Y más arriba, allá de donde se descuelga la cinta plateada de la historia en brazos de los ríos, otros pueblos también amaban el agua y en ella, además del sustento, encontraban la música de las totoras, el camino silencioso entre los curubos, los borracheros y los morados sietecueros de la selva en donde habitan las nubes. Era tan mágico el silencio de las aguas oscuras, apenas roto por el bramido de una garcita tamborera o por el silbido de la tingua, que los hermanos de los altiplanos no tuvieron más remedio que adorarlas, templos fluidos y helados de donde salieron los dioses a poblar el mundo.
Más tarde llegaron ellos y contemplaron con asombro y pánico la exuberancia de los días y las noches del agua santa. Ríos que parecen lagunas, lagunas que se vuelven ríos y, en ese ser y no ser del agua multiforme, caimanes perezosos, micos que rugen como leones, tembladores de energía misteriosa, terribles mandíbulas de los caribes, garzas que parecen de mentiras por sus colores absurdos, zancudos despiadados como el sudor ácido que se cuela por entre los intersticios de las fétidas armaduras. Tanto duró el asombro y tan asombrosas eran las extensiones ilimites de ciénagas y pantanos en estas tierras, que aún en 1756 Fray Juan de Santa Gertrudis, pasando la noche en medio de una laguna de la depresión Momposina, pudo leer su breviario chico a la luz de las luciérnagas “porque cuando se oscurecían mil, ya habían encendido el vuelo otras tantas”. Tal vez desde ahí empezó la carrera de la incomprensión, pues aquellos que hablaron de los pantanos de la América tropical en los cuatro siglos posteriores a la conquista, apenas lo hicieron para iniciar la larga justificación de su drenaje.
Mucho después, los ganados venidos del otro lado del mar extendieron su imperio por la tierra arada, y un nuevo paisaje de enormes potreros salpicados de gigantes sobrevivientes a la primera hecatombe se regó por las vastas planicies de esta tierra. Las vacadas pacían a la sombra de samanes, ceibas y caracolíes y cuando el invierno acosaba, eran arreadas loma arriba dejando la laguna creciente a las iguazas y a los patos que engordaban antes de regresar al norte.

Cuando la revolución verde hizo presencia en el trópico, tuvimos un nuevo cambio de paisaje: había que reivindicar las tierras que debían producir todo el año, tal y como el norte, polo del progreso, lo señalaba. Había llegado el momento de reemplazar las vacas – que de alguna manera seguían los ciclos del agua y de la tierra empantanada pariendo o adelgazando – con las motobombas, los grandes tractores, las combinadas y los gigantescos arados. Era la hora del algodón, de la soya, del millo, de los precursores de la caña, enemigos todos de las crecientes periódicas. Y tanto ahí, en los nuevos ecosistemas, como más arriba, en las urbes crecientes, generaciones enteras de colombianos crecieron arrojando muerte río abajo: muerte en forma de excremento, de veneno, de basura, de cauces mermados, de cadáveres de la sempiterna violencia, de decretos para encoger las aguas mansas, para canalizar las bravas y para cambiar el destino de los pueblos que, de alguna forma, siempre vivieron con y para el agua.
Llegó pues la era del desencanto, el imperio de la tierra agostada. Si los bosques de nuestra América han sufrido y siguen sufriendo el acoso implacable de la sierra y el arado, otras herramientas de nuestra industria castigan el agua primigenia en ciénagas, lagunas y pantanos. Es esta la generación de la motobomba, del jarillón rectilíneo, de los diques y los canales para cuadricular la tierra ganada palmo a palmo a las aguas enemigas. Los escasos pueblos que aún dependen del agua al punto de vivir en ella tienen sus horas contadas en medio de una marginalidad existencial completamente en reversa con respecto a lo que fuera por siempre la más rica y diversa forma de vida para un asentamiento humano. Ha llegado a tal punto el manejo del absurdo, que nuestra osadía nos lleva a quejarnos de las prolongadas sequías, de las sorpresivas inundaciones, de la insuficiencia de nuestros acueductos y de los apagones, sorprendidos por una naturaleza que se lleva lo que, supuestamente, nos pertenece. ¿Cómo podemos ser tan ciegos ante nuestra propia estulticia, ignorando lo que hemos venido haciendo desde que rompimos el encantamiento con los ciclos del agua y de la tierra?

Quiero hoy pensar en estas cosas y hablar de ellas para sacarme de muy adentro la razón de mi inconformidad ante los conglomerados entre los que me muevo: eso que me hace científico dudoso entre los cultores de la sagrada ciencia, eso que me hace positivista y frío ante los artífices de la palabra y de la idea pura. Porque pareciera como si nuestra óptica sólo pudiera ver en blanco y negro olvidando los matices que conectan todo extremo en un espectro. Así como concebimos bien y mal, nuestra lógica (si así podemos denominarla), nos identifica a la ciencia como opuesto natural de las humanidades, de la misma manera que solamente podemos entender la tierra como el antónimo del agua. Son estas reflexiones las que me llevan a intentar en este monólogo la construcción de un puente que permita al fin moverse entre las dos orillas sin temor a meterse en el tremedal de la falta absoluta de interlocución.
Pero antes de poner las primeras tablas de mi puente, quiero devolverme hasta el principio. Empecé a caminar entre el légamo de los trópicos americanos, alimentado por años de niñez esquiva, encerrado entre los absurdos de Salgari y el modernismo a ultranza de Verne. Descubrí desde ese comienzo, que el misterio que definitivamente atrapaba toda mi atención era ése de las cosas que no son del todo de la tierra ni completamente acuáticas. Y lo era porque me conducía por un camino de dos vías, en el que se recreaba mi inclinación por lo mágico y mi deseo de transformar en dato predecible muchas cosas.
Aprendí el valor estético de la bruma que cobija en la madrugada a las lagunas, el asombro al que le faltan palabras precisas para ser nombrado en la forma de todos los habitantes del pantano, los miles de interrogantes a los que solamente los cultores de la historia natural se arriman; y desde el mismo instante de hacer estos descubrimientos, supe cuán absurdo era para mi gente que una persona soñara siquiera en pasar su existencia en los ecosistemas en los que se confunden agua y tierra, en los que dicha confusión es esencia misma de su trama de vida y de muerte. A partir de ese entonces, he sido testigo de absurdos que se entrelazan y me dan vueltas en la cabeza mientras busco un argumento para acabar con los divorcios innecesarios que limitan por todas partes el conocimiento, el goce sublime del descubrimiento y la energía arrolladora de estar siempre presente ahí donde la vida se empeña en palpitar entre la tierra y el agua.

Lucho desde la razón conseguida con el uso y desde el uso soberano de la sinrazón salida de mis entresijos. Porque aún se me humedecen los ojos cuando amanece sobre el pantano y cuando la lluvia desata todas las historias a revivirse desde el lugar donde la tierra se encuentra con el agua. ¿Cómo justificar, ante quienes manejan y administran la palabra este amor por un dato entresacado a tantos amaneceres y canículas ardientes en el pantano? ¿Cómo hablar sin sonrojarme ante un público que espera de mí cualquier cosa menos el desclave de estar aún estremecido por la primera bandada de patos que anunciaron un amanecer de fuego? ¿Cómo regalar a un hijo el misterio descubierto en el barro sin quitarle el valor a las palabras ni la rigurosidad emocionada al método?
Soy heredero de una pasión de pertenencia a los pantanos de la cual no podría ni quisiera jamás despojarme. Pero, tal vez por esa enrevesada herencia, soy también depositario de la tradición centenaria del divorcio maniqueo de las ideas entre poéticas y serias, entre científicas y descriptivas, entre el reino soberano del hombre y el mundo inhóspito de una naturaleza desatada a la que hay que poner freno. Al buscar cómo nombrar los tesoros que descubría, encontré el filón que va desde los cronistas de Indias hasta los relatos de viajeros del siglo de las luces y del siglo XIX. Y supe entonces, y lo he venido rumiando desde siempre, que en el devenir histórico del hombre y muy particularmente de América, hubo una época crítica en la cual iniciamos esta manía absurda de parcelar nuestro entendimiento y nuestro corazón para alejarnos, pareciera que definitivamente, de nuestra pertenencia a un ritmo universal que nos identifica con todo, y que de todo nos hace parte.
Si algo nos aparta de nuestros ancestros, es ese apego por un mundo artificial en el que ciertos ambientes solamente tienen cabida según el arsenal de información superflua que nos hace cultos. A diferencia de quienes saludaron veinte siglos de amaneceres en Panzenú, hoy nos atrevemos a firmar la sentencia de muerte de los humedales. A diferencia del pueblo anfibio del Caribe, los colombianos de hoy somos indiferentes a la condición dual de estos ambientes y a su papel de vínculo entre dos mundos que no son ni pueden ser antagónicos.
Desde cualquier definición y desde la percepción más obvia que nos permiten los sentidos, los humedales son tierra de nadie y al mismo tiempo el lugar común en donde confluyen las más diversas criaturas y en donde se dan cita los ritmos más disímiles por la coincidencia de lo que ceden a un mismo tiempo los dos mundos que nos hemos empeñado en separar durante siglos. Los humedales son, simultáneamente, tierra emergida y légamo subacuático, agua lenta que lame y que se filtra, energía impulsada por el viento o activada por el sol, nutrientes que abandonan diluidos la tierra o que se depositan despacio desde el agua. En ellos la tierra puede ser sustrato de las plantas que oxigenan el agua y que de ella reciben sustento y muerte. Por ellos el agua es rectora de todos los ciclos y vehículo nodriza para tantos seres que al final rinden también su tributo a la tierra.
Pueden ser tan mágicos los humedales, que la etérea libélula que sobrevuela las orillas pasa su infancia cazadora buceando entre los juncos, y la lechuguilla que verdea sobre el espejo de agua de un pantano interandino quizá germinó de la semilla pegada a las patas de una zarceta que alzó vuelo en Wisconsin el pasado otoño. El olor a podrido, que recrea las más esquivas narices al burbujear entre los misterios de la ciénaga, no es más que un recordatorio de las vidas de tantos ciclos anteriores que se incorporan poco a poco a esa interfaz en la que se encuentran la tierra y el agua. Vidas como la del halcón peregrino alimentado por el pato que viene del norte a comer semillas del tabaquillo que crece en los ricos suelos orgánicos de las inundaciones del invierno, nutridas por los ríos nacidos en las montañas de donde se desgajó la nube, hinchada por el vapor de agua, que el sol de siempre se llevó en otro giro de nuestro viejo planeta.

Nuestra implacable vocación de separarlo todo no es tanto la consecuencia directa del encuentro, durante la conquista, con otra manera de ver el universo, sino más bien la suma de pequeñas consecuencias indirectas de la aplicación sesgada de saberes que deja de lado el sentido de la pertenencia al mundo. Cuando los europeos empezaron a remontar las aguas del río grande de la Magdalena, aún era posible incorporar las sabanas de agua de las enormes ciénagas a un modo de vida que, si bien se basaba en la expoliación, requería de estos ambientes así fuera como vía de comunicación en los procesos invasores.
Sin embargo, desde la perspectiva del recién llegado, el pantano era apenas un paisaje maloliente en forma de bestiario vivo en el que era posible cualquier atrocidad de la naturaleza enemiga. Por diferente a la vida en las tierras secas, la agonía de los pueblos anfibios no fue tan siquiera percibida, y la arrogancia de los saberes del otro lado del mar ignoró también en este caso los sistemas de interacción del hombre con las demás criaturas que requieren al mismo tiempo de los conectores del conocimiento de muchos mundos simultáneos.
Cuando a pesar de la insistencia de los pantanos por permanecer en donde siempre estuvieron los nuevos dueños de la tierra reemplazaron bosques por potreros, el daño ya estaba hecho. Los saberes milenarios se habían perdido y las generaciones que vendrían de ahí en adelante podían edificarse con independencia de una percepción concatenada de las cosas. La identificación parcializada de los fenómenos naturales permitió perpetrar entonces muchas cosas que desde siempre estuvieron proscritas en un mundo en el que todo fluye en relación perpetua.
Aprendimos que los caimanes, además de feos, pueden ser peligrosos y resultan buenos convertidos en zapatos. La inutilidad aparente de las garzas y su abundancia ilimite nos mostró cuán valiosas podían ser sus plumas en los sombreros de las damas europeas. Y supimos qué tan varonil podía ser amanecer en un pantano derribando patos a tiros de escopeta, así no tuviéramos manera de comernos luego los centenares de cadáveres. Ni qué decir del agua misma: es tan incómoda cuando llena una extensión de terreno que podría ser convertida en plantación de cereales… Por supuesto que el olor del metano no puede indicar nada que no sea malsano. Es más fácil y moderno fumigar con pesticidas químicos o abrir un canal de drenaje, que protegerse de los zancudos con incómodos mosquiteros a la hora de ir a la cama. Saberes nuevos derivados de los paradigmas de una apropiación parcial y retorcida de nuestra capacidad de responder preguntas.

¿Cómo sorprenderme entonces de la renuencia atávica de mi pueblo a aceptar la inmanencia de la poesía en la ciencia o la comunión de todos los saberes en cualquier aproximación holística al mundo en el que estamos inmersos? Es apenas entendible para el ingeniero que fue educado con una visión parcial consistente en la apropiación transformada de su entorno, que el colchón de agua de los páramos que rodean a esta laguna no sea más que un baldío cuya inutilidad pueda ser convertida, por el progreso, en una ganancia. Como también se comprende que, de acuerdo con el mismo principio de parcelación, para el científico social, mi inveterada costumbre de convertir en gráficos y ecuaciones muchos de los momentos mágicos anotados en mi deambular de naturalista pantanero, es un adefesio apenas comparable al que sería para mis colegas de las ciencias naturales hacer este monólogo en mi cátedra universitaria de ecología. Esta es la época del no equilibrio, de la ruptura total de nuestras conexiones cósmicas que vino luego de habernos descubierto dueños y señores de un planeta que nos empieza a quedar estrecho. Así como olvidamos la forma de palpitar ante la conjunción constante de la tierra y el agua, hemos encontrado permisible y deseable que cada persona vibre solamente en respuesta a una sola tonada.
El problema de la disociación al que he aludido una y otra vez, como yo lo identifico, se resuelve entonces en la ruptura con nuestro acariciado antropocentrismo, con nuestra arrogancia de querer entender para transformarlo todo y decidirnos, de una vez por todas, a aprender amando, a incorporarse a estos ritmos eternos vibrando en consonancia en lo que sería casi un ritual de convivencia. Por un lado, sentir, así, sencillamente, sin filiación alguna de nuestro entendimiento. Luego entender sin buscar relaciones causales ni propósitos ocultos, tratando solamente de conectar elementos de la trama natural. Y, al mismo tiempo, atreverse a jugar con la imaginación, a recrearse en el verbo, y a incorporar a esa trama las historias y procederes del hombre, pero no para el hombre sino casi a pesar de él. O, de cualquier manera, sin tenernos a nosotros mismos como depositarios últimos de un beneficio y sin pretender recrear el mandato del Edén según el cual todo fue puesto a nuestro servicio.

Solo admiración y respeto merecen estos preciosos escritos de Luis Germán, donde todo es poético y todo nos conmueve porque sentimos que la vida se nos cuela como el agua entre los dedos y ya no podremos volver a disfrutar tantos lugares tan llenos de recuerdos imborrables .
Gracias apreciado Luis Germán, por favor no dejes de alimentarnos a tus lectores registrados, que generalmente son muchos mas porque se extienden a otras personas sensibles con quienes los compartimos. Sabemos que también ellos son capaces de sentir que se nos hace un nudo en la garganta, al comprobar las constantes perdidas de espacios, especies, paisajes, en un tiempo relativamente corto. CarmenH
🤗🙏
Hasta la lágrima se me salió,
la pregunta : Se puede volver a disoñar?
No solamente se puede: es un deber permanente.
Hace algunos años leí este texto en un libro que me prestó uno de los participantes del evento. Por supuesto, dicha publicación es inencontrable. Muchas gracias, Luis Germán, por volver a poner a circular tu maravilloso aporte.
Ismael, las memorias de ese primer encuentro de Disoñadores están en la página web de la ADC, cuyo enlace incluí en la publicación en el blog. Tienen algunas fallas de edición, pero están todos los textos que se presentaron. Y cuando quieras echarle una ojeada a la versión original impresa de esas memorias, pásate por La Pajarera. Aquí tenemos un ejemplar.
Escritos que relata una belleza natural innegable, gracias por estos textos llenos de emoción que incentivan el amor por nuestras tierras y, por supuesto, a la reflexión, consideración que hoy estamos obligados hacer y transformar.