La puerta del salón de clases se entreabrió lo justo para dejar asomar su rostro de ogro bueno. Después de unos segundos de silencio forzoso dio tres o cuatro zancadas, sacó una tiza del bolsillo y escribió en el tablero una frase que tomé prestada desde entonces:
“Nunca pierdas la ignorancia pues es algo que jamás podrías recuperar”
Sin darnos tiempo de reaccionar nos advirtió que el último que llegara a la cafetería del sótano pagaría los tintos de todos y salió despavorido por el corredor del cuarto piso. Cuando al fin bajamos las escaleras ya nos estaba esperando, rodeado de tazas de café y mentas heladas (una combinación de su autoría que nunca pude entender del todo), listo para empezar la primera clase del curso de genética que nos dictaría ese semestre.

Se llamaba Hugo Laverde Toro, había nacido en Ibagué y se graduó como médico cirujano en la Universidad Nacional de Colombia, en donde era docente del Departamento de Biología. Para redondear sus ingresos y quizás como una estratagema para acercarse a investigadores cercanos a su interés por los moluscos, había aceptado ser profesor hora-cátedra en la facultad de Ciencias del Mar en la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano.
En ese primer encuentro con sus estudiantes de sexto semestre de Biología Marina habló de muchas cosas distintas al tema central de su asignatura y, entre ellas, reveló que la ciencia ficción ocupaba un rincón especial en su mente prodigiosa. En tono conspiratorio – precedido por aquella sonrisa que dejaba entrever una dentadura en la que los medicamentos para la epilepsia habían hecho estragos – nos contó que estaba escribiendo una novela, a la que llamaría “Artiodáctilos”, cuyo protagonista era un joven científico del escudo guayanés.
A lo largo del semestre hubo muchas más sesiones como esta y si bien mis conocimientos de genética avanzaron poco más allá de las leyes mendelianas de la herencia, la verdadera recompensa por asistir a sus clases fue la de encontrar un interlocutor incomparable con el que era posible hablar de cualquier cosa. Su erudición, que habría de volverse legendaria después de su participación estelar en un concurso televisado de cultura general, nos abría ventanas a un mundo en el que el interés por la ciencia no podía ni debía excluir el amor por las artes y las humanidades.
En una sociedad en la que el conocimiento es un activo en decadencia, es poco frecuente que alguien encuentre un maestro que marque su vida de manera indeleble. Pocos profesores trascienden el marco espaciotemporal de su cátedra y quizá aún menos alumnos encuentran en aquellos inspiración suficiente para atreverse a transitar por los caminos abiertos por sus maestros.
Por eso he considerado siempre como algo casi sobrenatural la conexión que pude establecer con Hugo durante el breve marco temporal que compartimos. Apenas sostuve unas cuantas conversaciones con él durante ese semestre, pero el intercambio epistolar que tuvimos luego determinó en gran medida el rumbo de mi proceso educativo e hizo impronta en mi manera de entender el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Aunque por esa época el loco Laverde – como le llamábamos todos – me doblaba la edad, tuvo la generosidad de equiparar en sus cartas mis primeras ideas de un proyecto de tesis con su investigación sobre el potencial del cultivo de ostras de agua dulce como fuente rentable de proteínas, ayudarme a conjurar con irreverencia el miedo de asomarme a la edad adulta, y comentar nuestro gusto compartido por la poesía de León de Greiff y por los libros de Antoine de Saint Exupéry.

Cuando nuestra correspondencia había alcanzado el grado de intimidad suficiente para dejar entrever la enorme sensibilidad que habitaba en él, me alcanzó la noticia incomprensible de su desaparición. Fiel a su carácter independiente y voluntarioso, Hugo había viajado solo al Vichada en una de sus expediciones y nunca se supo cómo lo alcanzó la muerte. Tal vez ese secreto sea parte de su novela inconclusa pues al fin y al cabo el hecho tuvo lugar en el escenario escogido por él para esa historia.
A lo largo de los años, la figura del loco ha aparecido en los momentos más inesperados para alumbrar el camino siempre incierto de la búsqueda intelectual. En gran medida mi “psicosis humboldtiana”, como él llamaba al interés simultáneo en una multitud de objetos de investigación, no es otra cosa que el eco distante de su insaciable sed de conocimiento. Esa que lo llevaba a repasar el ciclo de Krebs dibujándolo con una tiza en el piso de su cubículo, a leer incansable mientras caminaba por el centro de Bogotá, o a recolectar especímenes de ostras en lugares remotos.
Casi medio siglo después de la época en la que conocí al loco Laverde vuelvo a leer el puñado de sus cartas que aún conservo y quiero creer que las escribió con la seguridad de saber que la muchas veces ingrata labor docente de vender intangibles había dado resultado y que, al mirarse en el espejo de su discípulo, vio en él reflejada la alegría que siempre le produjo el infructuoso esfuerzo de intentar la pérdida de la ignorancia.

Muy inspirador relato de las personas que en algún momento nos marcan la vida para siempre. Gracias por compartirla.
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Que suerte la tuya de haberlo conocido y muy justo y emotivo tu homenaje postumo.
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Precioso homenaje, supersona.
Gracias, no era para menos.
Que belleza de texto, me encantó
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Hermoso homenaje a un maestro inolvidable
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Gracias por darme esta anécdota de una leyenda en mi familia. Esa “insaciable sed por conocimiento” es algo con lo que yo me identifico mucho personalmente, y es increíble pensar que corre por mi sangre. Descansa, abuelo.
Pues si te identificas con la sed de conocimiento de tu abuelo, debes tener la certeza de que eso lo hubiera hecho muy feliz.
Hugo es mi primo, fuimos muy amigos, lo acompañaba a sus investigaciones de ostras en Doima Tolima, llegaba a mi casa y nos íbamos, era un ser increíble, erudito en muchos temas, tocó muchas almas. Tiene una hija: María del Rosario, poeta y novelista, periodista de Cambio. No por nada la Universidad Nacional lo inmortalizó poniéndole su nombre a un edificio de su Alba Mater.
Gracias por escribir, Nelson. Encontré a María del Rosario, buscando información para escribir ese pequeño homenaje a la memoria de mi profesor y amigo. Guardo sus cartas como recuerdo de su generosa mentoría.
Muy emocionante y conmovedor su articulo sobre mi hermano mayor.
Mil gracias por ese homenaje.
No hay nada qué agradecer, María Clara, más allá del papel que jugó Hugo en la existencia de tantas personas.
Esas personas que se acercan y te dejan , te siembran y te causan tantas inquietudes ! No solo evocas una persona especial sino una especial epoca de tu vida
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Excelente nota del Dr Laverde. Como no recordar su gran saber en “Cabeza y Cola”. Recuerdo también haberme cruzado con él en la U. Nacional.
Gracias Luis Germán. Un abrazo.
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