Alrededor de la década de 1980, los colombianos nos enteramos de que cada año las aguas costeras del Pacífico reciben la visita de las ballenas jorobadas. Maravillados con este “descubrimiento”, volvimos los ojos hacia algunos sitios hasta entonces ignorados por los habitantes del interior, y dimos comienzo a lo que desde entonces se conoce como turismo de avistamiento.
Hasta donde recuerdo, el verbo avistar prácticamente no existía en el lenguaje coloquial del país y si nos atenemos a su definición en el diccionario, usarlo para describir la actividad de contemplar a los grandes cetáceos fue un verdadero acierto. Según la academia de la lengua española avistar es “descubrir algo con la vista a cierta distancia”, que es exactamente lo que hacen los turistas cuando siguen un protocolo respetuoso para ver a a estos animales. Por lo general el encuentro no va más allá de una breve mirada y, con suerte, alguna fotografía instantánea que la inmortaliza.
Años después, cuando la apreciación de las aves silvestres dejó de ser propiedad exclusiva de investigadores (o de algunos excéntricos) para convertirse en una afición cuyo carácter contagioso fue noticia, los medios emplearon de nuevo el verbo avistar para referirse a ella. Y gracias a la machacona repetición de la palabra en cuestión, tanto los recién llegados a la pajarería como quienes apenas descubren que algunos disfrutamos lo que todavía parece un divertimento exótico, asumieron que esta es la única denominación de tan compleja actividad.
Sin embargo, para quienes hemos pasado la vida detrás del vuelo de las aves, la palabra avistamiento, más que un neologismo, es casi un adefesio cuando se aplica a lo que hacemos. Y digo casi, puesto que no dudo que dentro de la abigarrada muchedumbre que hoy en día vuelve los sentidos hacia los pájaros, haya muchos para quienes la experiencia sea adecuadamente descrita por ella, si nos atenemos a lo que dice el diccionario.
Para un pajarero, el avistamiento es apenas un instante fugaz dentro de la compleja interacción que tiene con las aves y cuya emoción se inicia a partir del primer paso dado en el monte al salir en su búsqueda como lo deja muy en claro el gran poeta chileno Pablo Neruda en su “Oda a mirar pájaros”:
“Ahora/ a buscar pájaros! / Las altas ramas férreas / en el bosque, / la espesa / fecundidad del suelo / está mojado/ el mundo, / brilla / lluvia o rocío, / un astro diminuto / en las hojas: / fresca es la matutina / tierra madre, / el aire / es como un río / que sacude / el silencio, / huele a romero, / a espacio / y a raíces.”
Aún antes del primer registro del día, los sentidos se despiertan al entrar en contacto con la riqueza de estímulos que ofrece el monte. Más que una búsqueda, la sospecha de una presencia, la detección de un movimiento o la escucha de un trino ayudan a elaborar un suspenso que enriquece, minuto a minuto, la experiencia. En palabras de Neruda:
“Dónde / están los pájaros? / Fue tal vez / ese / susurro en el follaje/ o esa huidiza bola / de pardo terciopelo / o ese desplazamiento / de perfume? Esa hoja / que desprendió el canelo/ fue un pájaro? Ese polvo / de magnolia irritada/ o esa fruta/ que cayó resonando, / eso fue un vuelo?”
Una vez se concreta al fin el tan esperado encuentro y la imagen del ave aparece nítida en el campo de los binoculares, el avistamiento da paso a la siguiente etapa, que es tanto más elaborada cuantas más horas se hayan dedicado a este oficio. El pajarero desarrolla una suerte de talento mágico que lo hace fijarse en detalles que, para el resto del mundo, pasan desapercibidos.
Al hacerlo, encarna aquello que Déborah García-Bello describe con su metáfora del cordón de terciopelo rojo cuando describe la capacidad de descubrir lo importante y lo bello una vez se ha educado la mirada. Así como en algunos museos las obras de arte están rodeadas de cordones de terciopelo rojo que gobiernan la mirada, por fuera de ellos, aunque no haya tales cordones, hay cosas que se destacan, que están en relieve. En el caso de la pajarería, los cordones imaginarios alrededor de las aves son puestos por las capas sucesivas de experiencia que enriquecen nuestro contacto con ellas.
Pasar del avistamiento a la observación es trascender lo inmediato para iniciar una experiencia mucho más profunda. Se trata, ni más ni menos, de cultivar la empatía con otras formas de vida y, por lo tanto, de acceder a un universo de posibilidades que solo una voz como la de Neruda podría explicar con suficiente nitidez:
“Imposible. / No se tocan, / se oyen / como un celeste / susurro o movimiento, /
conversan / con precisión, / repiten / sus observaciones, / se jactan /
de cuanto hacen, / comentan / cuanto existe, / dominan / ciertas ciencias /
como la hidrografía / y a ciencia cierta saben / donde están cosechando / cereales.”
Describir una experiencia tan rica y tan llena de matices con una palabra que apenas insinúa el efímero contacto con otras formas de vida es, por lo tanto, insuficiente. Menos mal la academia de la lengua tuvo a bien incluir en su diccionario una nueva acepción del verbo intransitivo pajarear como el acto de “observar pájaros en su ambiente natural, como afición”. Lo que sin duda es mucho más que avistar, definitivamente.
Gracias profesor Naranjo por esta nueva inspiración en torno a la pajarería, esta vez impulsada desde la belleza y la pulcritud de la poesía y que mejor que Pablo Neruda, para sensibilizarnos.
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