Desde el siglo XVI, la civilización occidental ha estado obsesionada por reafirmar el papel de la especie humana como centro de todas las cosas y una de las más claras manifestaciones de ese afán es la de haberse tomado al pie de la letra aquellos versículos del libro del Génesis en los que muy explícitamente se dice que la naturaleza ha sido puesta a nuestro servicio:
“26 Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. 27 Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. 28 Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra.”
Al acatar esta formulación antropocéntrica, pusimos los intereses de los humanos por encima de los de cualquier otra especie. Por su cuenta hemos transformado paisajes enteros según nuestra conveniencia, a costa de la destrucción del hábitat de muchos otros seres, hemos eliminado sistemáticamente algunos organismos que consideramos riesgosos y hemos explotado de manera incesante las poblaciones de otros más que nos han parecido útiles.
Tal vez la principal razón por la cual la teoría de la evolución ha sido tan incómoda desde siempre, es precisamente la de haber hecho de nuestra especie un animal más. No es gratuito que se hayan producido incontables estudios para reafirmar la condición de humanidad, desconociendo que somos apenas separables de los chimpancés y de los bonobos por diferencias de grado y no de distinción. Después de todo, en la demostración del carácter superior de los humanos hemos justificado la subordinación de las preocupaciones morales por otros seres a nuestro propio bienestar.
Al arrogarnos como derecho el dominio del resto de la biodiversidad, no solamente terminamos habitando en gran parte de la superficie emergida de la Tierra, sino que, para poder hacerlo, acaparamos como ningún otro animal vertebrado la productividad de los ecosistemas. Los humanos explotamos una variedad de alimentos mucho mayor que los demás primates y hemos capitalizado, desde la invención de la agricultura durante la llamada revolución del Neolítico, la capacidad de las plantas para transformar la energía del sol en materia orgánica.
La producción agrícola confirió a los pueblos que la emprendieron una mayor seguridad alimentaria para ellos y para los animales que para entonces habían empezado a criar. Gracias a ella distintas civilizaciones ampliaron su dominio geográfico y, a medida que avanzó su expansión, también lo hizo la modificación de las coberturas vegetales.
Desde la revolución del Neolítico, hemos reducido a la mitad la biomasa de la vegetación silvestre para abrir paso a cultivos y tierras de pastoreo y hemos reemplazado con nuestros ganados buena parte de la biomasa original de la fauna silvestre1. Investigaciones recientes han coincidido en afirmar que aproximadamente 51% de la superficie emergida del planeta corresponde a sistemas de ocupación intensiva. De esta área, más de 35 millones de km2 son utilizados como zonas de pastoreo y 18 millones de km2 como tierras de cultivo2. Es como si algo más del continente africano estuviera por completo dedicado a la ganadería y Suramérica a la agricultura.
A pesar de que la revolución neolítica permitió la expansión de nuestra especie, la población mundial incrementó muy paulatinamente pues tanto la mortalidad infantil como la expectativa de vida continuaron limitando durante milenios el crecimiento demográfico. Solo fue hasta cuando disminuyó el rigor de esas barreras que el potencial de cumplir con la prescripción del génesis se desencadenó por completo. A mediados del siglo pasado los avances de la medicina y el mejoramiento de la higiene en gran parte del mundo coincidieron con la llamada revolución verde y finalmente los humanos conseguimos “llenar la tierra y sojuzgarla”. Según la base de datos histórica del ambiente global (HYDE por sus siglas en inglés), mientras fueron necesarios 10.000 años para que la población humana pasara de cuatro a 190 millones, en los primeros 75 años del siglo XX pasó de 1.650 a 4.000 millones de personas.
Pero a pesar de lo impresionante de estas cifras, el significado ecológico del incremento exponencial de la población humana solo emerge cuando es expresado en unidades de biomasa, es decir, del peso de todos los individuos de nuestra especie en un sitio y período determinados, pues permite conocer la proporción de la energía total de la biosfera que es atrapada por nosotros. Un estudio del año 2018, que calculó por primera vez la biomasa de todos los grupos de seres vivos conocidos, reveló que la cifra correspondiente a la humanidad es de 0,06 Gigatoneladas de Carbono, ¡que equivalen al 3% de la biomasa de todos los animales!
Que la biomasa de una sola especie de primate sea un orden de magnitud superior a la de todos los mamíferos silvestres, es una prueba fehaciente de hasta qué punto la desmesura de la humanidad se ha convertido en una amenaza para otras especies. Además de la homogenización de grandes paisajes en todos los continentes, el crecimiento incesante de la población humana ha requerido el reemplazo de comunidades diversas de animales por el puñado de especies de las que nos servimos. Ambos procesos cargan, sin duda, con el peso de nuestra importancia.
- Elhacham, E., Ben-Uri, L.Grozovski, J., Bar-On, Y. M., & Milo, R. (2020). Global human-made mass exceeds all living biomass. Nature, 588(7838), 442-444 ↩︎
- Ellis, E. C., Gauthier, N., Klein Goldewijk, K., Bliege Bird, R., Boivin, N., Díaz, S., … & Watson, J. E. (2021). People have shaped most of terrestrial nature for at least 12,000 years. Proceedings of the National Academy of Sciences, 118(17), e2023483118. ↩︎
Aumento también de forma exponencial el ganado en el último siglo?
Por supuesto que si, Paula.
A este paso vamos a lograr llegar al final del callejón sin salida en pocos años, para dejar una Tierra completamente transformada pero con la capacidad de recuperarse, donde la huella de la humanidad se pierda rápidamente en tiempos evolutivos. No seremos más que otra especie que habitó el planeta unos poquísimos años, con la diferencia que fuimos, tal vez, la más destructiva de todas.
Así es, su persona. Pero acuérdese que hay quienes tienen el consuelo del veredicto de la comisión estratigráfica del cuaternario: al parecer nuestra huella es tan insignificante que es como si aquí no hubiera pasado nada!
El panorama es complicado. Al igual que Darwin, Copérnico y Galileo hicieron su aporte para bajarnos de ese lugar privilegiado en el que nos ponía el mandato divino. Lo curioso es que la ciencia moderna, que nace en ese mismo siglo XVI, y que pretende darle la espalda a esa mirada teológica del Medioevo, es la que ha permitido terriblemente que el mandato antropocéntrico del Génesis se cumpla. La ciencia, y su hija díscola la técnica, tienen también su parte de responsabilidad en el desastre.
Así es, Ismael. Y las humanidades, que deberían servir de salvaguarda contra el desastre, permanecen con los ojos cerrados.