Hace unos meses dejé abandonados en un avión el libro que estaba leyendo y mi libreta. Cuando caí en cuenta del olvido corrí a notificar a la aerolínea y recibí, con desconsuelo, su implacable respuesta. Según su manual de operaciones en tierra, los libros, revistas, periódicos y libretas dejados a bordo por los pasajeros no son considerados objetos perdidos y se entregan de inmediato a los recicladores.
Desde el primer instante lamenté la pérdida del libro pues, si bien tenía la posibilidad de adquirirlo de nuevo, me pareció un despropósito que un ejemplar de “La vida contemplativa” de Byung Chul Han fuera clasificado, de forma tan arbitraria, como material reciclable. En cuanto a la libreta, aunque muchas de mis anotaciones tal vez estuvieron destinadas desde siempre a un relleno sanitario, su pérdida me produjo una desazón que me costó trabajo comprender.
Al igual que tantos otros biólogos mantuve, a lo largo de los años, un diario de campo en el que procuré consignar, con la mayor precisión y exactitud posibles, mis observaciones. Al hacerlo traté de seguir el protocolo establecido desde tiempos inmemoriales por exploradores y naturalistas y por eso mis notas estaban dedicadas exclusivamente a las plantas, animales, paisajes y fenómenos a los cuales he dedicado siempre mi atención.
Empeñado en mantener una supuesta objetividad científica, dejé por fuera de esas bitácoras mis apreciaciones y juicios de valor. Pero al hacerlo, tenía la sensación de estar haciendo un registro incompleto: aunque compartía entonces la idea de que la racionalización científica y la imaginación poética jamás pueden constituir una misma vía de acceso a las realidades del mundo, como insistía Humboldt, una y otra estaban presentes en mi contacto con la naturaleza.
Fue así como adopté la costumbre de alimentar también un diario convencional y desarrollé una especie de bipolaridad en la documentación de mi trasegar como naturalista. Mientras conservaba en la libreta de campo la constancia de todas mis actividades de investigación, trataba de capturar las emociones surgidas de mi relación con la biodiversidad, con las personas, con los libros y conmigo mismo en ese segundo registro. Un espacio dedicado a la reflexión existencial en el que trataba de decantar mis experiencias sin las pretensiones de quien intenta capturar verdades absolutas.
A pesar de la utilidad aparente de mantener las dos libretas, la porosidad de ambas se hizo evidente con el correr del tiempo. En la bitácora de campo se colaban, de vez en cuando, entradas completamente irrelevantes desde el punto de vista científico y en el diario paralelo la huella del observador riguroso que procura mantener su distancia con aquellos objetos en los que fija su atención era cada vez más evidente.
Hasta que finalmente acepté la futilidad de pretender que las distintas corrientes de ideas que pasan por mi mente pudieran mantenerse separadas. A partir de ese momento las dos libretas se hicieron una sola y su escritura “….me ha enseñado, mejor que nadie, el arte esquivo de la soledad, cómo estar presente conmigo mismo mientras soy testigo de mis propias experiencias…”, como dice María Popova al describir el significado de llevar un diario.
Las múltiples libretas que he llenado a lo largo de los años han viajado conmigo a todas partes y muchas de ellas aún reposan en el fondo de un cajón de mi casa. Después de todo, ellas satisfacen la manía de coleccionar papeles que tienen algún significado personal y son el repositorio de mi quehacer como naturalista. Pero por encima de estas dos razones obvias para conservarlas, permanecen conmigo por un motivo aún más poderoso.
Mis diarios viejos son una máquina del tiempo que me sirve para visitar momentos y geografías de los que empiezo a perder el rastro. Cada vez que emprendo uno de esos viajes en reversa, el encuentro con las distintas versiones de mí mismo que aparecen en sus páginas es una experiencia que aporta perspectiva a mi comprensión de la existencia.
Por eso el olvido de aquella libreta en el asiento de un avión abrió un bache imposible de llenar. Si alguna vez trato de volver sobre las reflexiones, dudas y temores que me asaltaban por esa época, pocos meses antes de mi jubilación, tendré que conformarme con estos párrafos que hoy escribo para al menos tener el testimonio de que estuvieron contenidos en sus páginas.
Tal vez, cuando vuelva a leer este texto, consiga también rescatar la sombra de otras cosas escritas en aquel diario: el resplandor del sol sobre las aguas del río Meta, la euforia de compartir con mis compañeros de viaje el hallazgo de nuevos pájaros, o las expectativas que tenía al regresar a la alta Guajira después de muchos años de ausencia. Pero así como jamás sabré cuánto llovió en “La Pajarera” durante el primer semestre de 2023 – pues el registro de precipitación de mi casa en ese período se fue al reciclaje de papel del aeropuerto El Dorado – tampoco podré volver a conversar con aquel que escribió en la libreta perdida.
Estimado Luis, excelente escrito, si me permites lo enviaré a los estudiantes de primer semestre de Biología. Igualmente, lamento la pérdida de la libreta de campo, realmente son insustituibles.
Francisco, una vez sale de mis manos, todo lo que escribo puede compartirse con quien consideres que quiera leerlo. Muchas gracias!
Que texto tan bonito y motivador, con esa reflexion de alguna manera me identifico, me pondré en la tarea de juntar mis libretas , a mí no se me han perdido, pero me dieron ganas de buscarlas ,para refrescar esos momentos que a lo mejor están grabados en mi corazón pero borrosos en la memoria.
Gracias por compartir
Te sorprenderás con las cosas que vas a encontrar en tus libretas.😊
Que este espacio sea la ddisculpa para recuperar las memorias de esa libreta que llegó al reciclaje. Gracias por compartir Luis German
Gracias, Juan Camilo!
Querido Luis Germán,
Disfruté muchísimo con tu exquisito escrito a pesar de que describe dos hechos trágicos y una asquerosa injusticia: la pérdida de un libro a medio leer y otro, mucho peor, la pérdida de un escrito propio. El primero parcialmente solucionable adquiriendo un libro nuevo (que no se va a sentir como el primero ni tendrá sus subrayados), el segundo muy difícil si no imposible de recuperar. Y la inmunda injusticia de la aerolínea, esa realmente increíble, disponer de lo ajeno sin pudor ni vergüenza.
Nunca pude terminar “Maluco”, olvidado en un jet de Avianca cuando Magallanes apenas se internaba en la bahía de Guanabara, ni sé cómo terminó la ruta de la seda en bicicleta que hacía un inglés cuyo nombre no recuerdo, que se quedó en un avión de American. Y hace muchos años, cuando Avianca tenía un jumbo 747, dejé olvidadas, viniendo de Madrid, unas amargas poesías veintiañeras que nunca pude, ni medianamente, reconstruir.
En todos los casos hice el reclamo, en alguno tal vez, mostraron preocupación, en ninguno, probablemente, hicieron un culo, pero tampoco en ninguno llegaron al extremo de contestarte la agresiva argumentación con que a tí te agredieron.
Te comitor in dolore
Santiago Pérez
Yo me hubiera tomando el tiempo de buscar con los recicladores, seguro la hubieras encontrado!!!. Excelente escrito, como siempre. Saludos
Gracias, Santiago. Me consuela saber que hay viajeros tanto o más distraídos que yo. Y fíjate que después de todo mi despiste tuvo su lado amable: la posibilidad de hacer catarsis y recibir respuestas tan solidarias como la tuya!
Gracias, Cesar. Ese consejo tardío, venido de alguien como tú, que deja olvidado hasta el apellido en todas partes, es de tener en cuenta!